Opinión | Crónicas galantes

Un Estado entre Marx y Parkinson

A raíz de ciertas filtraciones se ha sabido que en la Administración del Estado existe el cargo de jefe de gabinete del jefe de gabinete, redundancia que evoca la parte contratante de la primera parte sobre la que teorizaron los Hermanos Marx. Quizá la española sea una burocracia marxista y quien sabe si también bolivariana.

Que el director del gabinete de la Presidencia del Gobierno, pongamos por caso, necesite a su vez otro director de gabinete, suscita varias perplejidades.

La primera de ellas atañe al principio de autoridad. Obsérvese que el jefe de gabinete de otro jefe de gabinete es en realidad un subordinado de este último. ¿Se puede ser jefe del jefe y a la vez mandado? Se puede. Ahí están los organigramas de los ministerios para demostrarlo.

El otro enigma por desvelar es el de las funciones del cargo. Se intuyen, más o menos, las tareas del jefe de gabinete de un ministro o un presidente; pero no tanto las del jefe de gabinete de ese jefe de gabinete. Tal vez eso explique que alguno de ellos, según se ha sabido, rellene su horario laboral con largas conversaciones por WhatsApp. Algo tendrá que hacer el hombre (o la mujer).

Estos galimatías burocráticos no son nuevos, en sentido estricto. Ya en tiempos de Mariano Rajoy, que tendía a la redundancia verbal, su Gobierno anunció la creación de un Consejo Asesor para que lo asesorase sobre el número de otros consejos asesores que era necesario eliminar. Algo parecido había hecho un gobierno autonómico que, para reducir el número de direcciones generales, creó una nueva Dirección General de Agilización Administrativa.

Para entender estas paradojas solo aparentes hay que acudir al británico Cyril Parkinson, que escribió mucho y bien sobre los hábitos de la Administración. La «ley fundamental de la burocracia» descubierta por Parkinson consiste en que esta tiende a expandirse sin límite.

El brillante teórico —y humorista— observó, por ejemplo, que el número de empleados públicos crecía sin cesar a medida que el Imperio Británico iba declinando. De ello dedujo que a los funcionarios les gusta nombrar a otros funcionarios que trabajen para ellos, lo que aumenta la burocracia y la necesidad de buscar nuevas tareas con las que cumplir el horario laboral.

A esta ley básica, Parkinson añadiría algunas otras no menos felices, como la ley de la dilación o «el arte de perder el tiempo» y la ley de la ocupación de los espacios vacíos en la que concluía que «por mucho espacio que tenga una oficina, siempre hará falta más».

Formuladas medio en broma, esas teorías explican muy en serio la existencia de jefes de gabinete de los jefes de gabinete y la multiplicación sin tregua de consejos asesores y consultivos que a su vez crean nuevos entes de asesoría y consulta.

Es así como la maraña burocrática de cualquier ministerio acaba por parecerse a la escena de la parte contratante de la primera parte y la parte contratante de la segunda parte que idearon Groucho y sus hermanos. La única duda estriba en saber si el resultado es un Estado de Marx o de Parkinson.

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