Opinión | Verdiales
Herirse
Desde que tengo capacidad de recordar, me hago heridas en los pulgares. De niña, mi madre me cubría, con tiritas o esparadrapo, esos dedos para evitar que me hiciera más daño. De nada servía, terminaba quitándomelo todo, y persistía.
Con los años, su ausencia, mi vida reconstruida, he seguido autolesionándome, hasta el punto de que la piel ha encallecido. Se llama, mi trastorno mental, dermatilomanía, y no solo lo padezco yo. Lo descubrí leyendo a Rosa Montero, su libro, maravilloso, El peligro de estar cuerda (Seix Barral, 2022).
Hace días, charlando con ella en la Feria del Libro de Guadalajara (FIL), en México, contándole un asunto personal que me lleva disturbando, afligiendo, condicionando mi estado de ánimo, le mostré mis pulgares sin pudor, sabedora de que me entendería, y cómo lo estaba pagando conmigo misma. Entonces, Rosa me cogió las manos y me mostró las suyas, sus dedos, lacerados, lo sé, yo también, cariño.
Según la Sociedad Española de Psiquiatría Legal, «el trastorno por escoriación de la piel es un comportamiento repetitivo en el que una persona pellizca o se rasca su piel de manera compulsiva y que a menudo tiene comorbilidad con otros trastornos psiquiátricos como la ansiedad o el trastorno obsesivo-compulsivo (TOC)». Quienes lo sufrimos ni siquiera somos conscientes de que lo estamos haciendo, puedo dormirme con los dedos índices en esa posición, dispuestos a ensañarse con sus compañeros pulgares.
Todo empeora en épocas de nerviosismo, trabajo excesivo, responsabilidades, preocupaciones, encuentros desagradables, siendo, como soy, tan introvertida, patológicamente insegura. Esos días, en la FIL, sin botiquín a mano, mis dedos tenían un aspecto preocupante y cuanto peor los veía, más seguía, como una adicción, la única que tengo, encuentro satisfacción en hacerme daño, la hostilidad propia, sumada a la ajena.
Me he acostumbrado, a eso, y a cruzarme con gente narcisista en un mundo, el literario, dominado por el ego. Suelo estar alerta, incómoda, tiendo a cuidar mis palabras en público, me siento juzgada, observada, y me desahogo con mis pulgares. De ahí mi sorpresa cuando nada de eso sucede, al cruzarme con personas empáticas, en esos escenarios o en lugares anodinos, como un aeropuerto, con extraños a mi alrededor.
Uno de ellos me regaló, antes de embarcar en el avión que debía traerme de vuelta a casa, uno de esos momentos que hacen que todo siga mereciendo la pena, la escritura, los viajes, la vida. Sentada en una mesa alta, de cara al exterior, con el ordenador encendido, tecleando, a mi lado estaba un piloto, esperando. Su vuelo, con destino a Ciudad de México, se había retrasado por la niebla, me contó.
Hacía tiempo que no tenía Madrid como destino, pero esperaba volver y tratar de pagar una multa de estacionamiento que le pusieron en su última visita. Su cordialidad hizo que superara mi timidez, le dije que era escritora, me preguntó por mis libros, qué escribía, me felicitó, me miró con admiración.
Al volver del baño, tras pedirle que vigilara mis pertenencias, había comprado la novela con la que gané el Premio Nadal, en una semana empezaré a leerte, me dijo. Gracias, le contesté, emocionada, por todo. Antes de despedirnos, intercambiamos direcciones de correo y, al estrecharnos las manos, reparé en mis dedos, a salvo aquel rato, durante toda nuestra conversación.
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