Opinión | El ruido y la furia

Un día de lluvia

Me despertó, de madrugada, el sonido de la lluvia. De pronto la lluvia se ha vuelto un miedo, una psicosis. Oyes llover y te asustas, se te vienen a la cabeza presagios funestos de destrucción y barro. Somos seres impresionables, asustadizos, aunque nos dure solo lo que tarde en llegar el siguiente miedo.

Seguía lloviendo cuando mi hermano del alma Rafael me llamó para preguntarme qué estaba haciendo. Es maravilloso tener a alguien que te quiera tanto como para interesarse por las cosas que haces, sobre todo cuando lo que haces es tan baldío como lo que hago yo. «Estoy buscando un tema para la columna de mañana», le dije, y me respondió «seguro que lo encuentras pronto, hoy es un día propicio para los que, como nosotros, tendemos a la melancolía». Y tenía razón, como siempre, mi hermano Rafael.

«Yo no busco, encuentro», dicen que dijo mi paisano Pablo Picasso. Lejísimos de su genialidad, yo tengo necesariamente que buscar. Recurro a la vieja libreta de tapas negras que siempre llevo conmigo y en la que voy anotando lo que veo, lo que siento, a veces lo que ideo. Desde que empecé en este oficio, apenas cumplidos lo veinte años, siempre he mantenido la costumbre de ir a todas partes con las herramientas, por si acaso hacen falta, que nunca se sabe.

Había tomado en la vieja libreta unas notas para lo que podría ser el comienzo de un poema: «es jueves y noviembre/ y un haz de lluvia/ ha rozado apenas la tierra./ Así es la lluvia. Nunca se sabe/ lo que trae o lo que lleva». En un desesperado acto de derroche decido gastar esas notas en la columna. La lluvia, que durante mucho tiempo «ha rozado apenas la tierra», últimamente ha hecho estragos. Hace tiempo que llueve mal, muy mal. Acaso no vuelvan esos días de lluvia mansa a los que nunca temimos. No parece reversible el daño que hemos hecho al mundo, que nos hemos hecho a nosotros mismos, y la lluvia, tal vez, no vuelva a ser aquella que sucedía en el pasado, según Borges.

Tengo escrito por ahí, en un poema olvidado, que «siempre son más largos los días de lluvia». Me refería, entonces, a esos días en los que el silencio solía tener más sentido que las palabras y era grato acomodarse junto a la ventana, bajo una húmeda grisura, mientras sonaba, contenido, el trémolo del agua en el cristal (la lluvia siempre está, o estaba, cerca de ser un canto). Era placentero, entonces, ser un tipo melancólico, como mi hermano Rafael y yo mismo, tener un libro viejo entre las manos, oler su sudor de papel, rozar sus hojas cansadas, encomendarlo todo a la esperanza, y no tener miedo.

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