Opinión | Inventario de perplejidades
Notre Dame y el ‘crimen’ de Luarca
Lo había prometido y, por esta vez, cumplió con la palabra dada. Las promesas de los políticos se suelen escribir garabateando con el dedo sobre la superficie del agua y, claro está, no dura nada.
El presidente de Francia, Emmanuel Macron, que fue un brillante escolar, anunció que se casaría con la profesora de su clase cuando llegara a la edad que la ley exige para perfeccionar esta clase de negocios. Dicho y hecho. Es de suponer que los novios hubieron de superar las iniciales reticencias de las respectivas familias.
El ideario machista ve con buenos ojos que un carcamal se relacione con una mujer joven, pero le parece un escándalo que ocurra lo contrario. Afortunadamente, Francia lleva años de laicismo conservador y de laicismo desprejuiciado y la pareja que forman Brigitte y Emmanuel es un ejemplo de armoniosa convivencia. Además, ¿quién era capaz de oponerse a Macron cuando pronosticó que llegaría a presidente de su país y muy pronto? Y así ocurrió.
Hay rasgos de carácter muy parecidos en las biografías de Napoleón y de Macron. Los dos son brillantes, ambiciosos y (aparentemente) muy pagados de sí mismos. Uno hizo una fulgurante carrera en la burocracia de la Administración del Estado francés. Y el otro, en la política y en la milicia, pues no en vano llegó a ser aceptado como emperador por un pueblo que acababa de protagonizar una Revolución para sustituir una Monarquía absolutista por una República.
Por cierto, estaba tan convencido Napoleón de su valía que con ocasión de su investidura como emperador (en la catedral de Notre Dame) no pudo resistir la tentación de coronarse a sí mismo arrebatándole esa función al obispo de París. Con ese bagaje no puede extrañar que los acontecimientos hayan evolucionado de la manera que conocimos ni que Macron haya querido aprovechar la rehabilitación de la catedral para restaurar al mismo tiempo su prestigio político y el orgullo herido de Francia. Había prometido que las obras concluirían en 5 años y lo cumplió.
La rehabilitación de edificios emblemáticos siempre provoca polémica entre los arquitectos y los arqueólogos. Una mayoría opina que la monumentalidad heredada deberíamos conservarla tal como la Historia nos la ha entregado. Aunque otra corriente de opinión cree que una actuación quirúrgica para rescatar de las ruinas la apariencia primitiva no puede ser considerada un pecado. Como suele ocurrir con todas las controversias, lo más atinado sería un término medio. Desde el fundamentalismo arqueológico que prohíbe tocar cualquier monumentalidad hasta el atrevimiento de aprovechar las huellas constructivas del pasado para convertirlas en un parque temático al gusto del turismo más hortera.
En la ciudad de Oviedo hubo una gran polémica a propósito de la rehabilitación del mercado del Fontán. Unos apostaban por restaurar fielmente el mercado original tal y como lo recordaba el escritor Ramón Pérez de Ayala. Otros, en cambio, apostaban por derribar completamente un conjunto de casas humildes que corrían riesgo de derrumbe. Al final, se optó por una solución intermedia que dejó conforme a la mayoría. Otro caso parecido fue el de la rehabilitación del popular mercado barcelonés de la Boquería, que fue objeto de varias reformas. La última de las cuales está datada en el año 2000. Para el que esto escribe entre las intervenciones más dolorosas debemos citar a la hermosa finca que existía en la villa asturiana de Luarca y más concretamente a la casa palaciega que ordenaron construir mis tíos abuelos Eladio y Ricardo Rico. Ninguno de los dos era arquitecto, pero levantaron un edificio bellísimo que disponía de un teatro, el teatro Amelia, al que se pasaba por un corredor. En el techo pintaron el siguiente lema A la culta juventud de Luarca. Si las autoridades locales hubieran respetado el mandato no tendríamos que lamentar el horrible resultado que «respetó» las fachadas a cambio de construir en el interior unos apartamentos. Los que conocimos el edificio tal como era no podemos menos que llorar su pérdida.
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