Opinión
Miqui Otero
El ‘copyright’ del abrazo de gol
La semana pasada, en un torneo infantil, esos futbolistas de seis y siete años celebraban cada gol entrechocando los puños, poniéndose el índice en la muñeca, calzándose unas gafas con aros de índice y pulgar. «Oh, dios, tan pequeñitos y van a acabar en la cárcel», pensé, con mi optimismo habitual.
La cosa viene de que muchos jugadores profesionales están registrando en oficinas de propiedad intelectual de la Unión Europea, entre otras, los gestos que repiten siempre que marcan. El último ha sido Cole Palmer, del Chelsea, apodado de hecho Cold (frío), que ha patentado el gesto de tener pelete (brazos cruzados para proteger tríceps con palma de la mano y entonces tembleque) para una posible explotación comercial en ámbitos como el de las bebidas alcohólicas, los cosméticos o hasta los automóviles (por alguna razón, no las estufas de butano).
Todo empezó hace una década con Gareth Bale y ahora se han sumado muchos más: de Dani Olmo (gesto de pedir la hora) a Mbappé (las palmas bajo las axilas). El hecho es que detrás de esos gestos no se suele esconder un guiño bonito o autobiográfico (Pedri todavía: hace las gafas con los dedos porque su padre Fernando lleva, ejem, gafas; o Messi: agradecía, índices al cielo, que su abuela, ya difunta, lo llevara a entrenar cuando empezó), sino que muchos los toman, sin mayores historias, de jugadores de la NBA. Pero supongo que lo que quiero decir es que vivimos en un mundo en el que alguien registra colocar las manos bajo los sobacos: tenemos que ser muy conscientes de ello para saber qué tipo de mundo pisamos.
A mí me encantaba, hasta ahora, la expresión «abrazo de gol», por lo que ese abrazo tenía de espontáneo, infantil, torpe, precioso, y la aplicaba a cualquier abrazo de reencuentro o de fiesta o de consuelo. Ahora, un abrazo de gol tendría que esperar a que cada amigo hiciera antes su rosario de tics de Madonna o de Rafa Nadal.
La cuestión es que en un mundo de memes y gifs una celebración icónica lo es todo, porque un buen gol igual lo metes una vez, pero el capitalismo del scroll funciona por repetición y sí puedes celebrarlos siempre igual. Al fin y al cabo, Warhol ya dijo que si querías ser reconocido te vistieras siempre del mismo modo.
Lo que hacían los niños en el torneo no es nuevo. Cuenta Stefan Zweig en su El mundo de ayer cómo los adolescentes de la Viena de entreguerras entraban en los cafés haciendo las reverencias y los gestos que acababan de ver en la ópera. Y hasta Paul McCartney hizo el otro día el gesto icónico de Elvis: moldear una guitarra, o el cuerpo de una mujer, en el aire.
En la vida sería raro celebrar todo así para potenciar nuestra marca personal, pero no lo descartemos. El fontanero que ciega el goteo del grifo se santigua y pide una de calamares, el conductor del bus pasa un semáforo en el último segundo y se tapa los oídos con los dedos índice o, yo mismo, firmo una buena frase de la novela y lanzo una flecha con un arco imaginario en la soledad de mi estudio (y en pijama).
En realidad, lo más parecido que tenemos a la celebración de un gol es un brindis, pero por suerte los brindis se intercambian sin registro. Por lo visto, el escritor Félix Romeo brindaba con la frase: «Para que cuando estemos peor estemos como ahora». Su paisano Sergio Algora, músico y poeta, gritaba siempre «champán para todos». Yo aprendí de Marcos Ordóñez, quien lo aprendió de John Huston, a brindar «por el impulso». Espero, de verdad, no tener que vivir en un mundo donde se registra lo que se comparte, la euforia de un gol o la promesa de felicidad del brindis.
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