Opinión | El Correo Americano
Vasos comunicantes
En los últimos meses se ha producido un fenómeno político singular. Algunas figuras destacadas del progresismo han manifestado su apoyo a algunas propuestas anunciadas por Donald Trump. Uno de ellos es Cenk Uygur, presentador del programa The Young Turks, quien dijo hace poco que su “enemigo mortal” no es el movimiento MAGA sino el establishment. Uygur se alegra de que la prensa mainstream, “una máquina de propaganda”, esté, como consecuencia de los resultados electorales, “herida de muerte”. Por eso se siente optimista.
Por supuesto, Uygur sigue detestando al presidente electo, pero cree que se ha de aprovechar esta oportunidad, aunque sea por la derecha, para tomar medidas contundentes que transformen el sistema, como, por ejemplo, realizar recortes significativos en el Pentágono (incluso bromeó con Elon Musk en las redes sociales sobre la cifra que tiene en la cabeza). El comentarista ha aparecido también en algún pódcast de tendencia conservadora tratando de subrayar aquellas cuestiones en las que los populistas de ambas ideologías pueden estar de acuerdo.
Ana Kasparian, compañera de Uygur en su programa, también se ha expresado en unos términos similares, aunque con otros argumentos. En su caso, se trata más de un hartazgo con el sectarismo de los suyos, ya sea debido a la cultura de la cancelación, los asuntos de género o una actitud condescendiente ante los altos índices de criminalidad que padecen las grandes capitales o estados controlados durante años por los demócratas, como California. Y ella también acudió al territorio del adversario (el programa de Glenn Beck) para explicarse.
No es que ambos hayan abandonado su ideología o cambiado de opinión, es que ya no se sienten representados en absoluto por el partido que se presenta como la alternativa progresista ni se sienten cómodos con las posiciones extremistas de la nueva izquierda. En unos tiempos en los que los partidos parecen haberse intercambiado las causas (los republicanos representan a la clase trabajadora y los demócratas a las élites), estas metamorfosis no son atípicas. Ocurrió también en la época de los derechos civiles y, en cierta medida, durante el auge del reaganismo.
Sucede que, con estas alianzas, de algún modo, al pactar con el movimiento MAGA, aunque sea solo para vaciar las arcas del Departamento de Defensa, también se legitima (se normaliza) el programa en su totalidad. Esta actitud es perfectamente respetable. Pero entonces ya no se puede alertar sobre el fascismo que nos amenaza. Ya que, en otro contexto y con otras siglas, ese tipo de concesiones podrían ser interpretadas como colaboracionismo. Estos cambios, sin embargo, sugieren uno problemas más profundos. Y es que la izquierda, en el sentido europeo y socialdemócrata del término, no tiene partido en Estados Unidos. Y el único populismo que osa decir su nombre viene del pensamiento reaccionario.
De ahí que un magnate de la construcción se convirtiera en el héroe de los estadounidenses olvidados. Cuando los perdedores de la globalización echaron un vistazo a los candidatos, no había una formación política de los trabajadores disponible y solo una persona parecía desviarse del lenguaje con el que tantos otros continuaban perpetuando el statu quo. Entendían que la única manera de romperlo era recurriendo a un hombre egocéntrico, impredecible y vulgar que hablaba de decadencia, crimen y desempleo. Ahora la coalición ha crecido. Hasta algunos progresistas se han dado por vencido y apoyan la vertiente populista del otro bando. Lo curioso es que ese conformismo (usar la plataforma existente en vez de intentar formar una propia) también lo aplicaron con los demócratas. Parece que, aquí, la única revolución posible sigue siendo la conservadora.
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