Opinión

Cuando todo se desmorona

Mi vida es extraordinaria. Es decir, que está «fuera del orden o regla natural o común». Solo en esa categoría pueden enmarcarse situaciones como la que viví hace una semana en un hotel madrileño. Había quedado allí con Maruja Torres. Su último libro, Cuanta más gente se muere, más ganas de vivir tengo, llevaba ya más de tres meses en las librerías y me apetecía charlar con ella en un contexto más relajado, alejado de la frenética promoción que lleva a los autores a repetir cual papagayos las mismas respuestas a preguntas prácticamente idénticas. Maruja accedió con dos condiciones, que nos viéramos lejos de la calle de Serrano y en el bar de un hotel tranquilo. Cumplidas ambas, nos encontramos a la hora convenida, pasado el mediodía, y empezamos a conversar.

Estuvimos casi una hora. Repasamos su trayectoria, sus peripecias vitales, literarias y periodísticas, la evolución de un oficio que sigue adorando, la política nacional e internacional, y terminamos hablando de la muerte, la de los amigos y la suya propia, siempre digna. Así la defiende en el libro, donde además habla de la necesidad del suicidio asistido, permitido, por ejemplo, en Suiza, tan neutral en otros asuntos. «Eso de que hay que vivir cada día como si fuera el último, ese tópico, es una tontería. Imagínate, qué angustia. Tenemos que vivir cada día como si fuera el primero», me dijo al final, y remató: «Así que, nena, ahora tú y yo nos vamos a tomar una copita de champán y vamos a brindar por este primer día». Eso hicimos, compartimos palabras cómplices, las más dichosas de todas las intercambiadas, y bebimos con la certeza de que aquella era la primera copa del resto de nuestras vidas.

Cuando la vi alejarse en el taxi, todavía pletórica de burbujas, no fui consciente de lo extraordinario de la vivencia que me había regalado. Seguí adelante, igual que la canción de Standstill, «me voy a inventar un plan para escapar hacia delante», agobiada con los compromisos, las fechas de entrega, las gestiones, tantos problemas pendientes de solución. Me di cuenta esa noche, mientras leía a Joan Didion. Vuelvo a ella cada vez que siento que estoy a punto de derrumbarme. Como el poema de Yeats, «Dando vueltas y vueltas en la espiral creciente / no puede ya el halcón oír al halconero; / todo se desmorona; el centro cede; / la anarquía se abate sobre el mundo, y por doquier / se anega el ritual de la inocencia; / los mejores están sin convicción, y los peores / llenos de apasionada intensidad». En su ensayo El álbum blanco, Didion cuenta que con 33 años tuvo que buscar ayuda psiquiátrica poco después de sufrir un ataque de vértigo y náuseas y poco antes ser elegida Mujer del Año por Los Ángeles Times. «Parece tener la profunda convicción de que todo esfuerzo humano está condenado al fracaso, un convencimiento que parece hundirla todavía más en un retraimiento dependiente y pasivo», concluía su informe psiquiátrico. Tuve que cerrar el libro. Esa paciente, la Didion de 1968, era yo. Entonces me acordé de Maruja, su vitalismo, tan realista, y valoré el momento vivido con ella, mi vida, extraordinaria.

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