Opinión

Familia, magia y langostinos

Vaya por delante que en mi casa nos gustan los langostinos como al que más. Los comemos por cualquier motivo y en cualquier día del año. Tanto que el novio inglés de mi hija nos describió como una familia de gatos siempre relamiéndose los bigotes. Vamos, que no estamos esperando a la Nochebuena para ponernos ciegos (dentro de nuestras posibilidades). El caso es que estos días, a pesar de los langostinos y los gambones, no puedo dejar de suspirar aliviada: «Bueno. Ya pasó. Solo quedan la Nochevieja y los Reyes» y doy gracias por no vivir en Cataluña y tener que celebrar San Esteban. Es la realidad. No sé cómo ni cuándo, pero me he convertido en un ogro que rehúye la Navidad, una aguafiestas a la que antes hubiera rechazado. Detestar la Navidad me parecía incomprensible, ganas de llamar la atención, de llevar la contraria.

Por aquel entonces me apasionaba la Navidad con todos sus aderezos: el espumillón, el árbol, el nacimiento, el calendario de Adviento, los mazapanes, los villancicos (muy fan). Hasta tal punto la amaba que dos de mis novelas infantiles giran en torno a la Navidad, época excepcional de la infancia. Cuando tuve hijas, también la Navidad fue mi momento favorito y cuidaba cada detalle. Pero, oye, de un tiempo para acá diciembre se convirtió en una fecha falsa, forzada y, sobre todo, muy estresante. No sabría determinar el año exacto. ¿Sería cuando los turrones y polvorones aparecieron en octubre? ¿O cuando empezó a ser imposible encontrar mesa para cenar o comer aun llamando con semanas de antelación? ¿Sería cuando el centro se volvió impracticable por la avalancha de gente? ¿O cuando nuestros móviles empezaron a saturarse de wasaps con vídeos de felicitación? ¿O cuando se instauró el Black Friday? ¿O cuándo se disparó la locura de las luces en las calles? Poco a poco, lo que me parecía sincero, espontáneo, sencillo se fue despojando de toda naturalidad, de toda alegría y la Navidad dejó de ser para mí el tiempo de los langostinos, ese que iba más despacio.

A día de hoy podría decirse que no me gusta la Navidad precisamente porque me gusta mucho (lo mismo me pasa con el matrimonio, no me he casado nunca porque respeto demasiado la institución). No puedo con la mercantilización de los sentimientos, no puedo con la ampliación a círculos sociales cada vez más amplios de lo que para mí eran los días más íntimos del año, días de recogimiento, en que veía más a mis padres, hermanos, abuelos y tíos, pero en un contexto y una actitud distintas a las de siempre. Ahora tengo que celebrarla con todo quisqui sea en el trabajo o en el gimnasio, en semanas apretadísimas siempre con la lengua fuera.

Pero sobre todo no soporto los regalos. Pensarlos, encajar su búsqueda y comprarlos en días saturados de obligaciones, es una fuente de angustia. Es como si el nuevo entendimiento de la Navidad me hubiera despojado de mi visión personal, para obligarme a comulgar con un credo que me exaspera: consumismo irracional, voracidad material y dispendio espiritual. Lo que era excepcional: hacer y recibir regalos, comer viandas ricas, la cálida abundancia tenía sentido en un desierto de escasez y contención, en un mundo frugal, infinitamente más simple, donde comer pavo, cambiar de zapatos, de abrigo solo se producía tras mucha cavilación. Y lo digo yo que nací en una familia de clase media alta. No quiero ni contar lo que era para mi madre y sus hermanas, hijas de obrero.

Para mí hoy la Navidad es una rutina automatizada, impuesta desde el exterior, no nacida de un deseo interno. Usamos los avances de la economía y de la tecnología para comprar más, no para vivir mejores Navidades. Es una compulsión, una coartada, la gran fiesta del márketing, el paroxismo de todo lo que me asusta de la sociedad actual: derroche alocado en lugar de quietud y ensoñación. Con lo que me gustaba tomarme el tiempo de poner el nacimiento. Con lo creativo y contemplativo que me resultaba parar en los días más fríos y oscuros del año. Echo de menos escribir la carta a los Reyes, hacer ese ejercicio de introspección para formular mis deseos e imaginarme de otra manera. Los juguetes no eran sino eso: una posibilidad de representar otros papeles mediante el juego. Las celebraciones navideñas con sus teatritos eran puro juego creador. Como no quiero perder ese espíritu, he decidido reducir mis Navidades a la mínima expresión: familia, magia y langostinos.

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