Opinión | La espiral de la librera
Reivindicación de la alegría
No sé quién dijo que el secreto de la felicidad está en las vísperas. En la electricidad de los preludios. El día ha amanecido encapotado, de color caldo de escudella, y a medida que transcurre la mañana, se deposita sobre el balcón un sedimento de melancolía, como si las horas arrastraran resaca. En la calle, las gentes recuperan con desgana un simulacro de cotidianidad hasta la Nochevieja. Escribo con prisas lo que pretendía ser un artículo lento. Con premura porque me ha pillado el toro, la manada entera, de las servidumbres domésticas, familiares y laborales. Suspenso categórico en planificación. Escribo con el monedero esquilmado tras las compras, la despensa atiborrada de sobras y triglicéridos y la casa patas arriba: el tetris de la consanguinidad, con sus caprichosas combinaciones, dispuso que los festejos navideños se celebraran en mi domicilio, con lo que el desorden permanece intacto, tal y como quedaron la mesa y aledaños tras el último brindis, el de la espuela. Aún queda por cargar un segundo lavaplatos, fregar a mano ollas, sartenes y las copas de tallo alto. Habrá que frotar las manchas de vino tinto sobre el mantel, bajar al contenedor las botellas vacías, devolverle a la vecina del rellano las sillas prestadas, imponer cierto orden prusiano en el frigorífico. Barrer. Disipar las sobremesas acumuladas de alto voltaje sentimental. Mi familia nunca fue perfecta, pero no tengo otra, y atesoro la fragilidad compartida.
Ojeo la prensa digital en busca de una cuerda con que levantar este amago de columna, pero nada tira de mí con el suficiente arreón. El papa Francisco insta a «silenciar las armas», el rey Felipe VI denuncia el «atronador» clima político y Pedro Sánchez aspira a estirar hasta 2027 la legislatura del poliamor. Las Navidades inciertas de los cristianos sirios. Los TRUMPazos que vendrán en el año por estrenar. El hallazgo de una cría de mamut que llevaba 50.000 años sepultada en el limbo helado del permafrost. Un vecino de Catarroja ha hecho un muñeco de barro, que no de nieve, ataviado con mascarilla, botas de agua y pala. El Ayuntamiento de Barcelona está rumiando si se decide a cortar la buganvilla gigante que desde hace 20 años cobija la entrada de la floristería Maria Ponsa, en una esquina de Rambla de Cataluña (¿por qué disparar ordenanzas municipales contra una pizca de belleza?). Pienso también en los calcetines que Papá Noel le regala cada año a un amigo mío.
De golpe, en la esquina de un periódico, qué importa cuál, aparece un faro de luz en la forma de una carta al director. Se trata de un mensaje breve, de apenas un centenar de palabras, donde un caballero confiesa llevar diez meses de pelea contra un cáncer metastásico. Desde ese lugar a la intemperie, felicita las fiestas al personal reivindicando la alegría y la esperanza, luchar por los propios sueños con bondad y generosidad. «Valoren lo importante: el amor —escribe—. Lo demás es accesorio». Leyéndole dan ganas de seguir colando los espaguetis con la raqueta de tenis, como Jack Lemmon en El apartamento. La vida es un milagro.
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