Opinión | Inventario de perplejidades

El niño Jesús, Herodes e Israel

Entre la noche del 24 de diciembre y el 25 del mismo mes, los consumistas (no confundir con los comunistas ni con los comisionistas de altos vuelos) celebramos el nacimiento del hijo de Dios. Que es tanto como decir que Dios también ejerce de padre y de Espíritu puro, según convenga.

El milagro se produjo en la ciudad hebrea de Belén, entonces bajo el dominio de Roma, y los padres, que no progenitores stricto sensu, de Jesús entendieron de buena fe que era su obligación empadronarse allí junto con el hijo que había llegado a la familia de forma tan poco habitual. La madre, una joven virgen de buena familia, había quedado embarazada sin dejar por ello de ser virgen, lo que constituía un suceso milagroso, todavía sin esclarecer. Hasta que dos mil años más tarde se encontró una manera científica de conseguir que las mujeres pudieran quedar embarazadas sin mediar varón.

Los cuatro evangelistas poco o nada nos reportaron sobre el largo periodo de tiempo que va desde el nacimiento del hijo de Dios hasta que cumplió los treinta años de vida. Salvo una comparecencia siendo niño que maravilló a los intelectuales de la época y una aparición en unas bodas para mejorar la calidad del vino servido siendo él uno de los invitados.

El resto de sus vivencias se corresponden con una existencia normal ayudando a su padre, que era carpintero, y a su madre en las cosas de casa. Hay que suponer que ningún signo externo de estar ante un ser excepcional pudiera excitar la curiosidad de los pastores que apacentaban sus rebaños, de las lavanderas que trabajaban en las riberas del río, ni de los hombres ni de los soldados que asomaban allá en lo alto del castillo del rey Herodes. La gente humilde, la gente de los oficios, tiene una sensibilidad especial para descubrir lo maravilloso a partir de lo cotidiano. Aunque en este caso el instinto falló.

Advertido Herodes de que entre los niños recién nacidos pudiera estar quien le arrebatase el trono en el futuro, ordenó matarlos a todos. Eran cuatrocientos. El niño Jesús se salvó de la matanza gracias al arcángel Gabriel, que aviso al padre del niño Jesús de lo que se tramaba y pudieron escapar a Egipto.

Los asesinatos que perpetra el Estado de Israel para desalojar al pueblo palestino del territorio sobre el que se pretende sustituir a una población por otra venida de lejos tiene todos los rasgos de un genocidio que envilece a quienes lo practican. Y también a los que miran para otro lado.

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