Opinión | La espiral de la libreta

La inquietud que hervía en la noche de Reyes

De entre los regalos que trajeron sus majestades de Oriente, quienes rara vez atendían a las peticiones concretas de la carta, me acuerdo de una maquinita para hacer algodón de azúcar —se escacharró al poco tiempo— y de un botiquín de enfermera con su jeringuilla, fonendo y termómetro de pega. Hubo otros juguetes en la infancia del desarrollismo, por suerte, pero más que la materialidad de un objeto u otro la memoria atesora sobre todo la atmósfera de la noche de Reyes, la expectación desbocada, el pan duro para los camellos, las copas de coñac Terry para los magos, los zapatos en la ventana, el corazón a mil, bum bum bum, el precario intento de sucumbir al sueño porque, de encontrarnos despiertos, Gaspar, Melchor y Baltasar pasarían de largo. La impaciencia por que amaneciera de una vez. Cuánta intensidad, cuánta inquietud hervía en la espera. Momentos irrepetibles. Lo que cuenta es la ilusión; así se titulaba un dietario estupendo de Ignacio Vidal–Folch.

Recuerdo también el cuento de Pinocho, el niño de madera en el vientre de la ballena, con ilustraciones de Walt Disney, y otros títulos que llegaron después, perdida ya la semilla de la inocencia. Libros, libros, siempre libros y pájaros volanderos en la cabeza. Un conocido, por cierto, me ha hecho caer en la cuenta de que en este año recién estrenado se cumple el centenario de dos novelas magníficas: El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald, y La señora Dalloway, de Virginia Woolf, publicadas ambas en 1925 con apenas un mes de diferencia; la primera en abril, la segunda en mayo. Dos fiestas de la élite social: una en la mansión de Jay Gatsby, en Long Island; la otra, a esta orilla del Atlántico, la que Clarissa Dalloway organiza en su domicilio londinense. Dos amores contrariados por la barrera insalvable que interponen el dinero y la clase social: Gatsby, un muchacho modesto, enamorado de Daisy, un bella heredera, una mariposa que revolotea indiferente y superficial; y Clarissa, una dama de alcurnia que prefiere un matrimonio por interés con un diputado conservador a la pasión que años atrás le había despertado Peter Walsh.

Pero el gran tema de ambos textos es el desencanto. Desengaño con la vacuidad del sueño americano, con la realidad que se escondía tras el engañoso baile de máscaras de los locos años 20, la era del jazz y la ley seca. Decepción y alienación de la clase alta ante el cambio de valores de la antigua Inglaterra imperial y el zarpazo que supuso la Primera Guerra Mundial.

El final de la novela de Scott Fitzgerald es triste, melancólico pero a la vez hermosísimo. El narrador, Nick Carraway, nos revela al fin la razón de ser de su elusivo protagonista: Gatsby creía en la luz verde en el extremo del embarcadero, creía en el futuro luminoso que año tras año se aleja de nosotros. Nos esquiva pero no importa, mañana correremos más deprisa. «Y así seguimos bogando, como botes contra la corriente, arrastrados incesantemente hacia el pasado». Lo que cuenta es la ilusión, la luz verde, mantener viva la llama del anhelo. Como en la noche de Reyes.

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