Opinión | Obituario

El cielo se ha vuelto fiesta

Antes de ser mi padre, Manolo Peñamaría fue un niño bueno al que le tocó vivir la posguerra, educado para dar besos al pan, ayudar a los más débiles, defender y defenderse de las injusticias y regalar afecto a raudales.

Por ello, hoy no puedo evitar pensar en Garcés, el protagonista de Crónica del Alba, así como en su maestro Anthony Quin, cuando le decía: «Oye, Pepe, ya sabemos que los amigos se dan la mano, pero ¿a mí podrías darme un brazo?».

Pues esa es la sensación que siempre tuve con mi padre, la de querer más de él, la irrefrenable necesidad de que me enseñase el truco para sacar de su chistera una sonrisa cuando todo alrededor era desgracia, el deseo de conocer la fórmula para reinventarse una y otra vez echándose los males a la espalda, o la clave para contagiarme de su inspiradora forma de vivir y de ver la vida.

Como no podía ser de otra manera, la noche de Reyes, la más mágica del año, los magos se lo llevaron porque él en sí mismo era un maravilloso regalo que, por circunstancias, necesitaba ser reparado para hacer felices a otros.

Así que estoy segura de que mi hermano, como un paje o emisario, vino a buscarlo en nombre de sus majestades, para llevar su energía a otros mundos y, sobre todo, porque era preciso que dejase de sufrir.

Hoy, el padre más orgulloso de sus hijos y el hijo más orgulloso de su padre, ya descansa. Por fin ya no le duele nada y, estoy segura, de que disfruta explorando ese misterioso mundo del que nadie ha regresado para contarnos, así como conociendo nuevas gentes y viendo las múltiples muestras de afecto que nos habéis hecho llegar. En su nombre y en el de toda nuestra familia, os traslado nuestro más sincero agradecimiento.

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