Opinión
El concierto de año nuevo
Un año más, como viene siendo, la Nochevieja y su correspondiente sobrecena y sobremesa se prolonga con exceso y campanadas, sonando y saludando al año nuevo que nace entre vivas, cohetes y confeti. Variadas habrán sido las músicas en los salones familiares o de hostelería, con inevitables disonancias de televisiones fuera de tono, cuñaos y demás aficionados a la discordancia. También habrá quien haya tenido la suerte de contar con la fanfarria de niños pequeños dando nota repetida de alegría, como es mi caso. Puedo decir que esa música infantil y bailable tuvo su continuidad en el salón de casa (tras el corto paréntesis de sueño) con las melodías y valses que venían de Viena, retransmitidas en directo. Ya he ocupado mi plaza de sofá y a pesar del cansancio subsiguiente de hospedero tuve a bien sentarme y levantarme varias veces a recoger las copas y botellas del último brindis de la noche: un instrumental de cristal desafinado pidiendo a gritos su refugio en el lavavajillas. La alegre música vienesa me ayudaba en las idas y venidas del comedor a la cocina pues el compás de tres por cuarteo es muy agradecido para dichos menesteres. Y justo en el descanso es cuando yo paro y veo cómo se mueve el cuerpo de baile del ballet, pegando brincos por los salones diáfanos de un hotel vienés belle epoque de los tiempos del vals, cuando la moda del mismo llenaba las salas de fiesta en las que se hizo rica la familia Straus.
La orquesta de La Filarmónica suena como si sus señorías violines y trompetas no hubiesen hecho una cena excesiva y por supuesto sin trasnochar. Todo el personal de intérpretes tiene rostro lucido y sin ojeras. Se nota que han preparado el concierto con disciplina de atleta ante la final. Eso se contagia, y con melodías tan ligeras y flotantes se nos pasa la resaca en un tris tras como el vals de mismo título. Quien más quien menos escucha todavía en pijama con el desayuno demorado en la boca. Así, la elegancia contemplada es el espejo que devuelve nuestra imagen estupenda de antes de la cena cuando nos hemos puesto guapos para recibir a los invitados.Todo es bonito por momentos y el ballet se encarga de terminar de hundir el año viejo que ya fue historia y abrir un año nuevo navegando plácidamente por el Danubio azul llevados por el timón-batuta de Ricardo Mutti. Una vez más nos llega la sanación con la terapia de la música, combinando baile y serenidad, alegría e introspección, relajación y optimismo a partes iguales. Nada es tan antiguo como la música y nada tan moderno como el vals: el baile agarrao que causó furor en su época cuando aún no se escuchaban tambores de guerra mundial. Desde que hice la Primera Comunión no me he visto tan guapo ni elegante como la gente privilegiada que asiste al concierto. Yo quisiera estar allí, me digo bajito para la solapa del pijama de franela, pero por el momento me conformo con la tele en directo y las imágenes con perfume de rosas que decoran la sala de estucos dorados. Todo es de una distinción exquisita y cierto aire retro que agrada ver para desintoxicarse visualmente de la sudadera que nos invade y el vaquero roto que se lleva ahora.
El concierto de año nuevo es al ancho mundo lo que "clásicos divertidos" fue a nuestro suelo peninsular: un aire fresco musical que se agradece como una manzanilla de las tierras de Zamora o un té verde con hielo y unas gotas de licor. Música con glamour y poesía de ribera fluvial, de álamos junto al río como un coro puesto en pie para cantar al caminante. Con poemas remató el programa, leídos por Martín Llade. Versos de Ángel González cuyo centenario celebramos. Otro poeta de su generación, Blas de Otero, escribía: "Música: golpe de Dios/ delicadeza de los ángeles…". Y añado yo: pasos de baile, rosas musicales, arpas al viento… No se puede pedir más. Es año nuevo. Y empezamos bien.
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