Opinión | La espiral de la libreta
Náufragos en la noche, entre la muchedumbre
En una tarde de la burbuja navideña, mi amiga María y yo nos miramos cómplices cuando Miquel dijo algo que pareció remover a la cuadrilla, compuesta en su mayoría por divorciados con solera. Tal vez la frase solo me sacudió a mí. No sé bien cómo vino al hilo el asunto ni recuerdo las palabras exactas, pero sí la música o, mejor dicho, el silencio fugaz que sobrevoló el salón, en la casa de Juanjo. Nuestro amigo hablaba de ese instante fatídico, entre quienes viven solos, de meter la llave en la cerradura, cerrar la puerta tras de sí, despojarse del abrigo y sentir que la casa se viene encima porque no hay nadie con quien compartir la quincalla de la jornada, un amago de bajón que a veces enseña la patita aun cuando la soledad sea elegida o abrazada deportivamente. Aunque acabamos riéndonos a carcajadas, no es menos cierto que el aprender a estar bien con uno mismo constituye uno de los desafíos de la vida, un elemento esencial de «lo humano».
Decía Montaigne que conviene reservarse una trastienda propia, del todo libre, donde mantener una conversación habitual con nosotros mismos, y que esa rebotica parece más plausible y razonable «entre quienes han entregado al mundo su edad más activa y floreciente». Los sabios aciertan en la diana casi siempre. O lo parece. El caso es que según el Barómetro de la soledad no deseada en España 2024, elaborado por las fundaciones ONCE y AXA, siete de cada diez personas en España se han sentido solas en algún momento de sus vidas, un fenómeno que prevalece entre los jóvenes. La falta de recursos económicos, las redes sociales, la prisa y esta vida loca que va laminando los espacios y los ratos que favorecían el surgimiento de vínculos sociales espontáneos.
Estoy terminando un libro deslumbrante al respecto, con un montón de datos jugosos, facetas e hilos de los que seguir tirando: Mapa de soledades (Seix Barral), un ensayo literario donde Juan Gómez Bárcena entreteje una historia comparada de ese temblor íntimo, la solitud, que se ha dado en llamar la gran epidemia del siglo XXI. En uno de los capítulos, el escritor cuenta una historia brutal, la del capitán español Pedro Serrano, quien embarrancó en 1526 en un islote del Caribe, un cayo de arena blanca, donde sobrevivió durante ocho años con otro náufrago.
La peripecia acabaría inspirando la novela Robinson Crusoe. Serrano escribió una breve crónica de apenas ocho páginas, que se conserva en el Archivo de Indias, donde relata cómo descuartizaban tortugas, mantenían encendida una lumbre precaria y recogían el agua de lluvia con pieles de lobo marino. Pero Serrano no dice una palabra sobre la soledad, lo que alimenta el debate acerca de la imposibilidad de percibir ese sentimiento de la misma forma en el siglo XVI que en este mundo moderno donde Dios ha muerto. El marino tampoco revela el nombre de su compañero de desdichas; lo despacha en una sola pero hermosísima frase: «Estábamos harto temerosos de perder el uno al otro, porque en esto estaba cierta la muerte del que quedase vivo». En cualquier caso, bendita sea la amistad.
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