Opinión | Shikamoo, construir en positivo
Del «soma», el juego y la vulnerabilidad
¡Buenos días, queridos y queridas! Un día más en esta etapa líquida y posmoderna de la Historia, que parece relegar a la ciudadanía al rol de mera consumidora de servicios, bienes y experiencias, lejos de aquella máxima de que de todos y de todas es la corresponsabilidad en el devenir de la sociedad. Y es que parece que hoy sea una élite a los mandos de la tecnología y de su impacto en la comunicación la que dicte no sólo qué temas están o no en cada momento en el candelero, sino también su enfoque y, a partir de ahí, condicionen muchísimo la posición personal de cada uno. Alguien aducirá que, también en la pretérita etapa hegemónica de la prensa escrita y de un telediario de sólo unas pocas cadenas, había quien decidía qué era primera plana y qué no. Y estoy de acuerdo, pero concordarán ustedes conmigo que el nivel de sofisticación que se puede producir hoy con medios tecnológicos avanzados, en un contexto de sobreinformación, de alto nivel de desinformación y de técnicas concomitantes para producir percepciones diversas, más cercanas al relato que a los hechos, es apabullante…
Lo cierto es que, conforme los años se van sucediendo y, con ello, la implantación de nuevas formas del presente progreso cibernético, la cosa se va pareciendo cada vez más a lo descrito con verdadero detalle en obras clásicas e imprescindibles como Un mundo feliz, 1984 o Fahrenheit 451. Tres verdaderos escaparates de lujo con los que podemos confrontar nuestra realidad de hoy y, sobre todo, el dibujo que nos hacen de la sociedad del mañana. Un mundo donde se podrá viajar sin moverse de casa, donde nuestros electrodomésticos —por aquello del aún un tanto incipiente internet de las cosas, que pronto se generalizará— tomarán decisiones sobre qué productos tenemos que consumir, o muchas otras lindezas que, en nombre de la comodidad, terminarán banalizándonos todavía más… Pero, ¿saben?, a mí esto de la comodidad siempre me ha parecido un supuesto valor fallido, que no me interesa. Sí, ya sé que hay quien elige vivir justo en el lugar donde esté el supermercado y el cajero automático, por aquello de moverse lo menos posible, ¡viva la diversidad! Pero déjenme que yo prefiera, sin embargo, la búsqueda de la belleza en los lugares, las acciones y la relación con el entorno y las personas, mucho más allá de lo meramente costumbrista y cotidiano.
No podía faltar el «soma» en ese mundo nuevo que se nos ofrece. Ya saben, la droga por la que la sociedad descrita por Huxley devecía —y aquí utilizo ese término en galego que tanto me cautiva, y que expresa como nada la acción de desear hasta la extenuación—. Una sustancia sin ningún tipo de efecto secundario, que sume a quien la toma en el más perfecto bienestar pero que, a cambio, le anula ideas y pensamientos. Sí, porque el «soma» de lo experiencial anula la discrepancia y produce una abolición de la voluntad y del hecho individual y diverso, a cambio de un placer sin parangón. Y todo ello en contextos donde la verdadera educación y la verdadera formación, más allá de la cultura del envoltorio de lo vacuo, van cayendo en picado. Donde los libros se dice que no son necesarios, y son cuestionados o directamente eliminados, y donde el nuevo paradigma es el único que se tiene en cuenta.
Hay muchos «soma» diferentes en nuestra sociedad de hoy. Y algunos los están inoculando en las personas, especialmente en las más jóvenes con nocturnidad, alevosía, mucha inversión y una cierta inacción por parte de la sociedad. Me refiero al del juego, queridos y queridas, que cada vez engancha a más personas y más jóvenes. Los datos referidos a 2023 y publicados estos días por el Ministerio de Sanidad meten miedo. Y es que la prevalencia del juego problemático —datos oficiales— es ya de un 4% entre estudiantes de secundaria, con un 21,5% de los jóvenes entre 14 y 18 años que probó en ese año juegos de azar online y presenciales. Una verdadera lacra, metida con calzador durante los últimos tiempos en la sociedad por grupos muy potentes —por cierto, alguno muy próximo a nuestro entorno—, que tienen con sus acciones una capacidad de destrucción de las personas, las familias y la sociedad verdaderamente relevante. ¡Esas sí que son armas de destrucción masiva!
Jugar dinero en tragaperras, apostando cualquier cosa o en timbas en línea ha de ser posible en democracia y en un Estado de Derecho —allá cada uno, ¡viva la diversidad!— pero sujeto a una muy fuerte regulación. Me dirán que esto ya es así, pero cualquiera que se maneje un poco en tales cuestiones sabe perfectamente que los nuevos modos de juego permiten saltarse todos esos controles sin ningún problema, de forma que los menores de edad ya están presentes en todas esas modalidades, con grave peligro de caer en una ludopatía que arruinará su vida o, al menos, una parte. Los sistemas clásicos de juego, tales como bingos o salas de juego, tenían mecanismos para evitar que personas vulnerables como menores o personas autoexcluidas por previa patología del juego con alto riesgo de reincidencia, jugasen. Internet no. Y si esto viene además disfrazado de deporte, de «cosa molona» o de ser «guay», mucho peor.
Combatamos el «soma», en todas sus facetas, reivindicando una ciudadanía activa y comprometida, libre y sin adicciones. Y este yugo del juego, cada día más presente, desde una regulación mucho más eficaz, efectiva y contundente puede ser derrotado. Ojalá.
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