Opinión | El ruido y la furia
Turistas del sueño
Nunca he sabido dormir. El sueño es para mí un lugar inhóspito, un territorio extraño del que regreso lo antes posible y con la sensación de haber estado donde no me corresponde, en unas manos que me son ajenas. Gran parte del sueño que no duermo, de esas horas graves de la madrugada en las que el silencio ofrece la complicidad necesaria para leer y pensar, lo dedico a los periódicos, a los que tanto debo desde mi infancia. En uno de ellos he encontrado, hace un rato, una noticia que habla de que dormir se ha convertido en el lujo supremo y ha dado lugar a una nueva tendencia en los viajes: el turismo del sueño.
Hay ofertas de todo tipo para este nuevo modelo turístico. En Londres, un establecimiento ofrece un servicio en el que un hipnoterapeuta dirige un método de meditación guiada cuyo objetivo es alcanzar el sueño. En Ginebra, la colaboración del hotel es con una clínica especializada donde estudian a cada cliente/paciente y le crean un programa individual. En Tailandia, en Miami y en Suecia se desarrollan programas diferentes, algunos basados en la naturaleza, pero todos ellos enfocados al mismo objetivo, dormir.
Todo eso está muy bien, pero yo, como en aquel verso de mi maestro Manuel Alcántara, sigo prefiriendo “los libros de madrugada”. Uno de los placeres de la vida (al menos de la mía, que es la que tengo más a mano) son esas horas de silencio y noche en que el mundo está en calma, no hay nadie incordiando en el guasap o en el correo, y puedes entablar un diálogo sereno con alguien que escribió, acaso hace milenios, palabras dirigidas a ti, directamente a ti.
Borges se preguntaba “Si el sueño fuera (como dicen) una/ tregua, un puro reposo de la mente,/ ¿por qué, si te despiertan bruscamente,/ sientes que te han robado una fortuna?”, y tenía razón. Pero yo no hablo de ese abrupto despertar en mitad del sueño, hablo de tomarlo escaso, como se deben tomar las cosas sutiles. Dormir lo justo (“lo conciso” diría mi prima Mercedes, con ese andaluz sanluqueño que, aunque ella no lo sabe, es riquísimo y maravillosamente bello) y emplear el tiempo en las cosas que nos hacen felices, que nos hacen mejores.
En mi cada vez más remota niñez la madrugada siempre me encontraba pegado al cristal del balcón, leyendo con la tenue luz que entraba de la calle, temeroso de encender una lámpara y despertar al resto de la familia. Mi madre, sin embargo, siempre acababa pillándome y me mandaba otra vez a la cama quejándose de “este niño que no va a aprender nunca a dormir”. Y ahora, que ya me pilla viejo para aprender trucos nuevos, no me veo yendo a un hotel a que me enseñen algo para lo que nunca he tenido la más mínima vocación ni talento.
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