Opinión

Sorrentino y los cursis

Si han visto la nueva película de Paolo Sorrentino, Parthenope, estarán conmigo en que los primeros 20 minutos son de una estética cursi excesiva. Una vez ha nacido y ha entrado en la adolescencia, la gran belleza de la protagonista y la forma en que la cámara la contempla, con primeros planos como de anuncio de perfume, con el mar azul y la silueta de Nápoles al fondo, con un hermano y un novio también muy guapos, con una familia en un palacio decadente, se hacen casi insoportables. Recuerdo que pensé: «Si todo el rato es así, mal asunto». Pero Sorrentino es un maestro y el efecto está muy calculado. Pronto entiendes que Parthenope es una alegoría platónica de la ciudad de Nápoles, la imagen ideal a quien las peripecias que vive humanizan y corrompen, al punto que de mayor se marcha a vivir al norte de Italia, donde dicen que la gente es limpia y noble, culta, etcétera. Pero antes de que se vaya, vemos qué es lo que transforma el Nápoles ideal en la ciudad de contrastes que Sorrentino ama: el turismo, representado por un espléndido Gary Oldman interpretando el escritor John Cheever alcoholizado; la iglesia y un cardenal impotente que es como el demonio, adorado por la burguesía católica; las estrellas de cine que desprecian sus orígenes; los bajos fondos entrevistos de noche… Amor, belleza, dolor, soledad, fascinación, fútbol: antropología.

Saliendo del cine, nos decimos que solo los italianos son capaces de ser sentimentales y al mismo tiempo profundos, como si tuvieran la patente del amor pasional y ridículo, el misterio de ser cursis con orgullo. Aunque es cierto que vivimos una época tan oscura que exige mayor empatía, y las redes sociales nos empujan al exhibicionismo grotesco. ¿Quién no ha pulsado el icono de un corazoncito rojo (¡o muchos!) para decir que le gusta una foto, un estado de ánimo? Hemos caído en la trampa de todos esos tipos que ahora salen junto a Trump, los mismos que nos quieren tiernos e indefensos como muñecos de peluche. Si algo debe salvarnos son películas como la de Sorrentino, con ese cardenal que dice: «Al final de la vida solo queda la ironía». Amén.

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