Opinión | El espíritu de las leyes
Unas virtudes que no tenemos
Resulta evidente que no solo en la vida política, sino en la vida social entera, falta ejemplaridad y sobra polarización. Falta sentido del honor y sobra desvergüenza. Falta respeto y sobran la arrogancia y el abuso. Falta libertad y sobran coacciones: del poder público, de los poderes privados, de las redes sociales, del capitalismo anarquista, de las sectas, de los Estados imperialistas, de los becerros de oro digitales entronizados y adorados, de las adicciones que el sistema consumista nos inyecta en dosis masivas… Falta honestidad y sobra latrocinio en todas partes. Falta valor y sobra cobardía. Falta compasión y sobra crueldad. Falta el coraje de dudar y sobran frivolidad y entreguismo. Falta gobernar y sobra trapacear. Falta cumplir las leyes y sobra ningunearlas, retorcer su significado e incumplirlas.
Me encantan estas palabras de Georges Bernanos: «El honor es, como el amor, un instinto». Y hay quien, igual que una tara infamante, nace fisiológicamente privado de él (Donald Trump, por ejemplo), y quien, reprimiéndolo por ambición personal desmedida, se automutila y leprosea. Para un político el honor individual se halla indisociablemente unido al sentido de la dignidad del Estado. Que las instituciones democráticas se humillen ante sus enemigos, como ha ocurrido entre nosotros a través de los pactos del PSOE (¡mañana los hará el PP!) con ERC, Junts y Bildu, ha conllevado un verdadero estigma. Mucho nos pesará el haberles entregado, con el helvetismo lingüístico y la amnistía, entre otros desafueros consumados o anunciados, la más preciosa joya de nuestra convivencia: la Constitución de 1978.
En cuanto al valor, tomo del político franco-español Manuel Valls estas reflexiones vertidas en un bello y reciente libro (El valor guiaba sus pasos, 2023), escrito muy en la línea ética de Albert Camus: «No puede haber valor sin virtud», dice Valls. Sin duda tiene razón. Pedro Sánchez posee un valor temerario, pero una virtud manifiestamente mejorable. Rajoy carecía de virtud («¡Sé fuerte, Luis!») y de valor, como demostró poniéndose de perfil durante la larga gestación del desafío independentista catalán. A Feijóo le tiemblan las piernas ante Ayuso y está dilapidando a manos llenas el caudal de moderación con que desembarcó en la escena nacional. Abascal, en fin, es un espadachín voceras que podría figurar en una novela de Arturo Pérez Reverte.
Y añade Manuel Valls: «El valor de no quebrarse ante la fuerza es admirable; el valor de no aullar con los lobos es igualmente admirable». Cierto: tomen nota de esto los corifeos de las redes y de la prensa más histérica, apóstoles ardientes de todas las formas de cancelación. En medio de la simplificación demagógica, hay que tener la «valentía del matiz», que presupone una gran firmeza de espíritu. Y hay que atreverse a dudar en público. Ya decía Sebastian Castellio en una época tan terrible como la actual (los conflictos religiosos del siglo XVI), que la duda forma parte de la sabiduría, aunque requiere no poco coraje en tiempos de polarización y fanatismo.
Camus, observa Valls, nunca abogó por un paraíso lejano. Siempre se esforzó por disminuir, aquí y ahora, «el atroz dolor de los hombres». Todo lo contrario de Putin, de Netanyahu... y de Donald Trump. A este le interpeló la obispa episcopaliana de Washington, Mariann Budde, el mismo día de su toma de posesión, pidiéndole misericordia para los emigrantes irregulares y sus niños, en vísperas de una operación de deportación masiva, y compasión para los miembros de la comunidad LGBTQ+. El caligulesco presidente se enfureció, según era de esperar. Está de todos modos seguro de ir ya sea al cielo, ya sea al seno de Abraham, previo pago de su importe por parte de su amigote Elon Musk. Todos tenemos un precio, cree firmemente Trump. Así que Dios también.
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