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¿Gaza, una nueva ‘Riviera’?

Trump ha dicho en la Casa Blanca junto a Netanyahu, el primer gobernante que visita Washington desde su toma de posesión, que Estados Unidos va a «tomar el control» de Gaza, revertir la destrucción, desarrollarla creando «miles y miles» de puestos de trabajo y convertirla en «la Riviera de Oriente Medio», un paraíso turístico del que todo el mundo estará orgulloso. Los dos millones de gazatís tendrían que irse, pero serán acogidos por países como Egipto, Jordania y Arabía Saudí, «que dicen que no quieren, pero que al final querrán».

La idea es tan descabellada que, si no fuera tan dramático lo allí sucedido desde el ataque de Hamás a Israel en octubre del 2023, casi haría sonreír. ¿Qué base legal ampararía la «toma de control»? ¿Cómo se expulsaría a 2,2 millones de palestinos, sabiendo que el éxodo de 800.000 tras la creación del Estado de Israel ha sido una gran causa de inestabilidad? ¿Haría América uso de la fuerza enviando tropas, contra lo prometido en su campaña electoral y tras los fracasos de Irak y Afganistán? Y la reacción, excepto la de la extrema derecha israelí —que ya soñaba con «limpiar» Gaza— y de algunos de sus partidarios americanos —el senador de Carolina del Sur, Lindsey Graham, con gran prudencia— ha sido tan contraria —Jordania, Egipto, Arabía Saudí, Turquía… — que la propuesta parece tan descabellada como imposible.

¿Puede ser como sus bravatas de hacerse con Groenlandia, convertir Canadá —que no tiene razón de ser— en el 51 estado de Estados Unidos, volver a hacer americano el canal de Panamá, para sustraerlo de la influencia china...? Quizás, pero el asunto es mucho más explosivo porque el terrorismo islámico —que posiblemente no necesite alicientes— ha demostrado su gran poder de perturbación.

Quizás —hablando de Trump la predictibilidad es muy arriesgada— lanza un gran órdago para lograr luego un arreglo ventajoso. Como un inmobiliario que exige diez sabiendo que dos es un gran negocio. Es, posiblemente, lo que está haciendo con las tarifas arancelarias a México, Canadá y China, para luego transaccionar una situación para él más beneficiosa y para los otros más gravosa. Y con los Acuerdos de Abraham de su primera presidencia —tras reconocer a Jerusalén como la capital de Israel— consiguió normalizar las relaciones de Israel con los Emiratos Árabes y Marruecos.

Trump no cree ni en la ONU ni en el orden internacional construido —con dificultades y grandes fallos— tras 1945. Cree en el orden impuesto por la fuerza de los fuertes y la debilidad de los débiles. Y la URSS no desapareció por el triunfo de la democracia —Putin está ahí—, sino por su fracaso económico. Era tan ineficaz como una inmensa Renfe con una policía más despótica que eficaz. Cree que solo con la fuerza se puede llegar a la paz. Y que la exhibición es parte de la fuerza. Por eso un buen arreglo con Putin, con China, con Erdogan y con Arabía Saudí —aunque violen los derechos humanos— es la única salida al desorden mundial. Mejor un pacto de los hombres fuertes (él los superará si modula la Constitución y tiene un tercer mandato) que las aparatosas conferencias internacionales —como la de Madrid sobre Oriente Próximo de 1991— que no tienen buen fin.

La paz por la fuerza, esa es su apuesta. El segundo presidente Bush ya fantaseó con imponer la democracia en el mundo invadiendo Irak para sustituir a Sadam Hussein por un régimen democrático. Aquello acabó como acabó, pese a que Aznar alardeó de creyente y pensó que estaría en un nuevo Yalta. Ahora Trump aspira a un nuevo Yalta de verdad. Para trocear el mundo con los otros hombres fuertes (Europa no tiene) y conseguir así —aunque sea pagando— el Nobel de la Paz.

De momento, lo que sin duda ha conseguido es que, a 7 de febrero de 2025, la única certidumbre sea una gran incertidumbre. Así no se alienta la economía. En enero —pese a su triunfalismo— la bolsa europea (6,3% el Eurostoxx 600) se revalorizó más que la americana (3% del S&P). Y el miércoles otra juez federal suspendió, no por 15 días sino hasta que hable un tribunal superior, su orden ejecutiva para que, contra lo que dice la decimocuarta enmienda de la Constitución, los hijos de inmigrantes ilegales no tengan la nacionalidad americana.

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