Opinión | Parece una tontería

Ser la cosa

En algún momento empiezas a hacer ciertas cosas de una manera, y ya no dejas nunca de hacerlas así. Desconoces si sabrías hacerlas de otra forma. Tal vez sí, pero ¿para qué cambiar lo que funciona? La cosa, y su particular manera de desplegarse, te va tomando, moldeando, y un día tú eres la cosa. Os volvéis una equivalencia. A veces eres y a veces no eres consciente de hasta qué punto coincidís a ojos de los demás. La identidad toma a menudo extrañas rutas. Pensé en esta fuerza arrolladora que posee la costumbre cuando vi las fotografías de Anna Wintour, la legendaria, sempiterna directora de la revista Vogue, recibiendo de manos de Carlos III la condecoración de Compañera de Honor por su decisiva contribución al mundo de la moda. Wintour, y esto es lo importante, se presentó ante el rey de Inglaterra, en el palacio de Buckingham, desprovista de sus gafas de sol. El momento resulta fascinante porque es como si al evento se hubiese presentado solo una parte de Wintour. Si hubiese acudido con un brazo, en lugar que con los dos habituales, la extrañeza no habría sido mucho mayor. Quizás las gafas, pensé al verla, se rompieron en el momento de llegar a palacio. Solo entendía su ausencia desde el accidente.

Hace tiempo que descubrimos que la imagen personal puede adquirir una fuerza arrebatadora. Hay que ser muy cuidadoso con lo que uno se echa por encima, porque entra dentro de lo posible que esa cobertura que ofrece el complemento, que permanece todo el tiempo a la vista, acabe por filtrarse y ser tomado por la naturaleza misma de la persona. Se trata de un disparate, porque supone que la pura superficialidad, aquello de lo que cabe prescindir, pues se quita y se pone, se vuelve profundidad, aquello que no puede ser apartado. Pero el disparate merece respeto. Quizás el mundo descanse sobre disparates. «Sin disparates es probable que no ocurriese nunca nada», escribía Dostoievski en Los hermanos Karamazov.

Mucho se puede decir de unas gafas de sol. Para empezar, que rara vez se limitan a ser un simple objeto desde el que combatir los efectos de la luz. Representan un sistema de resistencia ante el mundo voraz. Los cristales oscuros, la montura sobre la que se asientan, la marca, actúan como si pudiesen parar los pies a la realidad que los cerca. Wintour llevó más lejos que nadie la identificación con ellas. No las apea. Irradian poder. A fuerza de costumbre, dejaron de necesitar la claridad para tener sentido. Le llamaban gafas de sol, pero servían también para la noche, la lluvia, para la vida que transcurre en interiores.

Podemos imaginar a Carlos III desconcertado, en el momento de condecorar a Wintour, interesándose por las gafas. «¿Están bien? ¿Puede la monarquía hacer algo por ellas? Salúdalas de mi parte y de la de Camila». En realidad, las gafas estaban al lado, descansando en un bolsillo del blazer gris que vestía la editora. Se las había retirado instantes antes de la condecoración para hacer frente a lo único más fuerte que ellas: el protocolo real.

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