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Opinión | El análisis

Matar al padre americano

Puede que la grosera emboscada de Trump y Vance a Zelenski tenga un efecto terapéutico, como si fuera un evento de no retorno, el punto de inflexión que nos haga abrir los ojos. Como nos sucedía con el matón que nos mantenía a raya en el patio de la escuela sin que acertáramos a reaccionar, los gángsters que han derribado la puerta de la Casa Blanca tenían al mundo paralizado y en estado de shock hasta este pasado viernes. Pero han bastado cinco minutos de consternación en directo para que el grueso de los europeos nos hayamos dado cuenta de que ha llegado la hora de matar a nuestro padre americano. Lo que saltó por los aires en el Despacho Oval con la gestualidad hitleriana de Trump y Vance fue más trascendente que la mera reordenación de la diplomacia internacional y tiene consecuencias que van más allá de la guerra de Ucrania. Zelenski abandonando la Casa Blanca solo y vejado, pero liberado, era una representación de todos nosotros huyendo de la casa del padre, que antaño nos protegía e influía, y hemos descubierto al fin que se trataba de un maltratador y un sádico, además de un cretino. Lo que saltó por los aires no fue solo la política sino sobre todo nuestra dependencia económica y social de lo que llamamos cultura americana, nuestra admiración autoimpuesta por una forma de entender el mundo que colonizó nuestra educación sentimental a través de las películas, los libros, la economía y todos sus derivados.

Unas cuantas generaciones de europeos crecimos con la idea de que lo bueno llegaba siempre desde el otro lado del Atlántico, y que nosotros éramos unos pobres subdesarrollados que no teníamos nada que hacer al lado del infinito progreso capitalista que venía del más allá americano. Cierto, desde hace tiempo empezábamos a sospechar que el sueño americano era una mala ficción que no se creían ni ellos mismos para esconder su colapso capitalista, con sus periódicas matanzas colectivas, sus inexistentes derechos sociales y su ridículo culto al salvaje mercado libre. Pero ha hecho falta que un monstruo ganara las elecciones para que nos empezáramos a dar cuenta de la magnitud de la tragedia. La paradoja, todavía inconcebible, es que han ganado democráticamente los que quieren liquidar la democracia. Tras sus afrentas a Palestina, Canadá, Groenlandia, Panamá, México, Europa y todos los que se atreven a no arrodillarse ante su prepotencia, llegó el momento del aquelarre definitivo, en el que al sheriff y sus matones se pasaron de listos en su grosera emboscada a Zelenski. Tras esta última salvajada, y a pesar de que en EEUU, los demócratas, Kamala Harris y los intelectuales indignados están desaparecidos en combate, el resto del mundo parece haber empezado a despertar de una vez. Como dijo atinadamente el futuro canciller Merz, hemos empezado a independizarnos de EEUU. Y no solo de su caduco y tóxico neoliberalismo: ya no nos hacen falta ni su comida rápida, ni sus coches, ni sus magníficas series o películas. El mundo, por suerte, es mucho más grande. La infancia en la que fuimos educados por un padre feroz y menospreciable ha terminado y empezamos a emanciparnos. Que les vaya bonito.

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