Opinión
Clemencia para Eva
No soy madre. Nunca experimentaré la dicha de ver a un hijo sonreír. Pero tampoco sufriré el dolor inefable de perderlo, no tendré que enfrentarme a su muerte, una circunstancia biológica remota, aunque posible. Ese sufrimiento, el de los padres ante el fallecimiento, siempre prematuro, del ser al que dieron la vida, sólo lo conocen quienes han tenido la desgracia de padecerlo. Es de esos sentimientos que escapan a la empatía, no alcanza, para comprenderlo, querer ponerse en el lugar del otro, intentarlo únicamente sirve para que la distancia aumente y, con ella, la soledad. Solos, y desamparados, incluso en el lenguaje, al menos el español. Nuestra lengua no ha sido capaz de encontrar una palabra que los defina, a esos padres, huérfilos, podrían ser. Ese término le sugirió la Federación Española de Padres de Niños con Cáncer a la RAE en 2017.
Madre, no. Hija, sí. Lo he sido, lo fui, dejé de serlo o puede que aún lo sea, que sigamos siendo hijos aunque nuestros padres fallezcan, que los verbos sean, ellos sí, inmunes a la enfermedad y la muerte. La orfandad te quiebra, te parte la espina dorsal por la mitad, el líquido cefalorraquídeo se desparrama, lo mancha todo, como la bilis negra que recorre el duelo, la columna que te sostenía se curva y has de aceptar que nunca volverás a enderezarte, caminarás así, doblada, torcida, el resto de tu vida, sin ellos. A mi madre no pude asistirla en su muerte, pero a mi padre sí, estuve a su lado los cinco días que se prolongó la sedación. Hacía dos meses que había ido con él a una consulta en la que su médico de cabecera le dijo «yo no soy objetora», y se mostró compasiva y atenta, sensible a su padecimiento, entregada a sus cuidados, ya paliativos.
Mi padre siempre manifestó su deseo de morir con dignidad, pero al final, cuando llegó el momento, la decisión, no pidió la eutanasia, aunque sí estar en casa. Y allí acudió el equipo que lo atendió en sus últimos días, una doctora y una enfermera, a las que, 48 horas después de que la sedación hubiera comenzado, les rogué, entre lágrimas, en el salón, mientras él yacía en su cuarto sumido ya en la inconsciencia de los fármacos, que evitaran que su sufrimiento se prolongara. Pero su agonía siguió. Su muerte se produjo a los dos días de aquel ruego mío, que quedó desatendido.
Hoy vuelvo a pedir clemencia, esta vez a unos padres, los de Noelia, la joven de 24 años, parapléjica tras un intento de suicidio, que solicitó la eutanasia en abril de 2024. La Comisión de Garantía y Evaluación de Cataluña se la concedió, al tratarse de «una situación clínica no recuperable» que la genera «dependencia grave, dolor y padecimiento crónico e imposibilitante», pero la decisión fue recurrida ante los tribunales por su padre con la ayuda de la fundación ultracatólica Abogados Cristianos. «Quiero acabar de una vez», dijo Eva, hace unos días, en el primer juicio por un caso de muerte digna en España. Desconozco los motivos que la llevaron a tratar de acabar con su vida; su padre sostiene en la demanda que padece un trastorno obsesivo-compulsivo con ideas suicidas. Pero sí sé que la ley de regulación de la eutanasia es plenamente garante y, una vez aprobada la solicitud por un comité médico, la norma debe ser aplicada.
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