Opinión | La suerte de besar
Hablar de más
Puede que en toda España sólo unas tres o cuatro personas hayan tenido más acné que yo en mi juventud. A menudo pienso que, si me reembolsaran todo lo invertido en dermatólogos, potingues y psicólogos, podría comprar y pagar íntegramente un coche de gama alta. Así, pam, a tocateja. Estuve tan acomplejada por mi dermis que, durante un tiempo y de tanto mirar al suelo, me acabó saliendo una especie de joroba en la espalda. Todo me daba igual con tal de que no me viesen la cara.
Una mañana coincidí en el ascensor con una vecina que, al saludarme, puso cara de haber recibido una descarga eléctrica y me preguntó sobresaltada qué me había pasado en la cara. «¡Tienes muchos granos!», me dijo. En mi lista de frases estúpidas, decir lo evidente está entre los primeros puestos. Te ha salido un herpes en el labio. Tienes manchas en la cara. Parece que has engordado un par de kilos. Estás perdiendo pelo (en el caso de los hombres). Te ha salido papada. Tienes flacidez en la cara. Se te está pelando la frente. Todas ellas son expresiones que he escuchado en mis carnes o en las carnes de personas ajenas, pero muy próximas. Totalmente innecesarias.
Lo hacemos de buena fe y con la mejor de las intenciones, pero si alguien lo está pasando mal, evitemos soltarle un «no te preocupes», un «no pasa nada» o un «alegra esa cara». Si alguien pierde un trabajo, descubre que su pareja se las entiende con otra persona o discute con un familiar, lo peor que podemos hacer es soltar una frase motivacional y de autoayuda impresa en una taza de desayuno. Con un «estoy aquí por si me necesitas» es suficiente.
Me he perdido en la era de conversaciones que nunca acaban. Ring, ring. Contestas. Es un cliente. Hola. Hola. ¿Qué tal? Bien. ¿Y tú? Bien. ¿Todo bien? Sí. Silencio. Silencio incómodo. Dime. Oye, en tu correo comentas que blablablá. Ir al grano está infravalorado. Me pierdo con los mensajes de WhatsApp. Me siento igual a cuando hablaba por teléfono con el chico del cole que me gustaba y que, a la hora de despedirnos, me decía que colgara yo y yo le decía que colgara él. No, tú. No, tú. Hoy recibes un mensaje, respondes, recibes la recompensa de una reacción con un corazoncito, te contestan que gracias, envías un beso, te contestan con dos caritas besuconas y, casi sin darte cuenta, acabas entrando en el bucle infinito de los emoticonos sonrientes, de las manos que rezan y los pulgares en alto. ¿Hasta cuándo?
«Esta mujer tuvo que ser guapísima cuando era joven» es una frase que me pone de un mal humor intenso y, para mi mala suerte, la he escuchado varias veces últimamente. La primera, en boca de un señor que apenas podía abotonarse el pantalón y la segunda la protagonizó un hombre que intentaba taparse la calva dándole vueltas, como si fuera una ensaimada, a un mechón paupérrimo de pelo eterno.
Uno de mis pensamientos recurrentes cuando me desvelo de madrugada es rememorar las conversaciones que he tenido durante el día. Siempre, sin excepción, concluyo que he hablado de más. Me juro a mí misma que mañana guardaré silencio. Sólo así me puedo volver a dormir.
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