Opinión | Crónicas galantes
Triunfa la cacocracia
Marca tendencia en el mundo la cacocracia, que viene a ser el gobierno de los malvados. Es gente que sugiere imponer jornadas de 120 horas semanales, amenaza con invadir países y desmantela los servicios de bienestar social, allá donde los hubiere. Su credo es la restauración de la ley del más fuerte como código de conducta. Se diría que la gente les cae mal, mayormente si no es rica.
Como casi todos los palabros, la cacocracia tiene su origen en el griego. De «kakós» –malvado– y «kratos» –gobierno o poder– deriva el término, que algunos podrían entender erróneamente en el sentido escatológico de caca. Tampoco se trata exactamente del gobierno de los cacos, que eso es en realidad una cleptocracia y abunda en muchos de los Estados del mundo.
En este caso se trataría del gobierno de las malas personas, más aflictivo aún que el de los ladrones. El ejemplo más notable, aunque no el único de esta infeliz moda gubernamental lo ofrecería el presidente de los Estados Unidos que acaba de reincidir en el cargo.
Donald Trump es un Moisés eternamente enojado que volvió al mando bajo la promesa de arreglar en veinticuatro horas todos los problemas de su país y del mundo en general. Ha tardado algo más, pero no mucho.
Le bastaron al emperador un par de meses para hacer saltar por los aires todas las convenciones sobre civilización existentes desde hace casi ochenta años en la parte más desarrollada de este planeta. La salud pública, los derechos humanos, la prevención del cambio climático y la protección de los refugiados han sido las primeras víctimas de Trump, aunque esto –como él dijo– sea solo el principio.
Nada nuevo. El populismo consiste precisamente en ofrecer soluciones simples para problemas complejos. La única y algo alarmante novedad consiste en que el botarate al mando sea esta vez el jefe de la más poderosa, influyente y armada nación del mundo.
Sorprenderá, si acaso, que estas medidas las respaldasen con su voto muchos de los que tal vez resulten damnificados por ellas, como, un suponer, los hispanos. Trump miente más que habla, por supuesto; pero lo cierto es que no engañó a nadie durante su campaña electoral. Prometía mano dura con los inmigrantes, los canadienses, los europeos, la gente civilizada y todos aquellos que consideraba débiles, en general. Ahora se está limitando a cumplir sus promesas –o amenazas, según se vea–.
Los votantes de origen hispano que tan alegremente se dejaron seducir por Trump podrían notar, más pronto que tarde, el efecto bumerán de su decisión. Y también, sin pretenderlo, los que ni siquiera tenían derecho a votar en Estados Unidos.
El caso es que la cacocracia se ha impuesto en el imperio, con las graves derivaciones que eso tendrá, probablemente, en sus provincias, de las que España forma parte.
Tanto nos vendió Hollywood la idea de que los buenos ganan siempre, que ahora cuesta asimilar la victoria de los malvados. Acabarán por convencernos de que es bueno ser malo. Basta darle tiempo al tiempo.
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