Opinión | Buenos días y buena suerte

Fernández Díaz y la educación sentimental

Mi conversación con el escritor argentino Jorge Fernández Díaz sucede muchos días después de que se alzara con el Premio Nadal. Hablamos por teléfono largo y tendido, es mi primera conversación con él, nos intercambiamos algunas experiencias familiares sobre los padres inmigrantes (el suyo, en Argentina, el mío, en Venezuela), y, sobre todo hablamos de la importancia de la figura paterna para completar la biografía de los hijos. El padre, a veces contrario a los deseos de los vástagos, que toman extraños vericuetos, propios de la modernidad o del capricho, ausentes unos, omnipresentes otros. Jorge Fernández Díaz, ya lo saben de sobra, ha sacado una novela sobre su padre, después de escribir tanto sobre su madre.

Me dice que tiene su gracia que él haya devuelto a su padre a España, en forma de libro, al menos, cuando fue la literatura la que los separó (por la mala cabeza del hijo, apunto entre risas, que insistió tanto en devenir escritor y periodista). No es raro encontrar escritores, que luego fueron muy celebrados, enfrentados a sus padres por este motivo, algunos gravemente. Tanto que algunos se alejaron para el resto de los días de su progenie, casi diré que se odiaron sin remedio, como si dedicarse a la literatura fuera el síntoma de una derrota inequívoca, una manifestación de flojera, de incuria, de inmadurez, o, incluso, una provocación. «Mi padre tuvo una buena bronca conmigo por esto, pero, ya ves, este libro nos junta de nuevo», me dice.

Entonces hablamos de lo que contiene El secreto de Marcial (Destino). En la novela, Jorge Fernández Díaz trata de comprender la figura de su padre, y su relación con él, a través de lo que más los unió: la contemplación de numerosas emisiones de un espacio que se emitía cada sábado en televisión, conocido como Hollywood en español: películas y películas «que me formatearon desde la infancia», porque, dice Jorge, «no sólo somos lo que comemos, sino lo que vemos, o lo que vimos entonces». He aquí la educación sentimental de este escritor. El libro vive, entonces, a través de más de doscientas películas que el autor ha revisitado para la ocasión, y muestra cómo ese momento de gloria y fantasía ante las pantallas sabatinas constituyó el verdadero vínculo con su progenitor. Allí tuvo lugar el viaje a la edad adulta, allí, en los silencios y en la magia, se construyó una vida.

«Entendía que tenía que hacer una película, más que un libro. En el caso de mi padre y yo, creo que no se sabe muy bien dónde termina la vida y dónde empieza la película», explica Fernández Díaz. «Ahora sé que le debo tanto a Sam Peckinpah como a Borges, a Conan Doyle como a John Ford (risas). Yo creo que nuestras vidas son algo que otro está filmando, y nosotros somos los protagonistas. Para desconectarme, cuando estoy en Argentina, metido en líos periodísticos gigantescos, juego a que estoy rodando una película, lo hago a menudo: apoyo la cabeza en la almohada y duermo plácidamente».

Así que El secreto de Marcial puede entenderse como un libro que en realidad es una película que contiene unas doscientas películas. Jorge Fernández Díaz había indagado en la figura de su madre para Mamá (2003): lo había hecho de una manera periodística. Ahora, sentía que su padre lo llamaba desde el otro lado. Como quien dice qué hay de lo mío. Pero, con él, lo tuvo más difícil. Ha sido un viaje arduo hacia aquellos días extraños. «La cuestión es por qué somos cómo somos. Qué nos construye. Hay un relato de consenso en las familias, como diría Freud, pero de pronto existen historias que modifican ese relato, y eso te lleva a ahondar en los secretos, en los misterios. Mi padre siempre fue un gran enigma para mí», concluye Fernández Díaz. Ahora, el emigrante asturiano regresa a casa.

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