Opinión | Buenos días y buena suerte

Guillermo Saccomanno, un encuentro mágico (I)

De las casi dos afortunadas horas que pasé el otro día con Guillermo Saccomanno (llegó a A Coruña para lo de Javier Pintor), saqué muchas enseñanzas, pero, sobre todo, amasé una amistad súbita, de esas que no necesitan un largo cultivo, sino que parece que han estado aguardando ahí, en silencio, el momento oportuno para hacerse visibles. Son amistades que no imaginaste, que sólo toman cuerpo al encontrarse en las coordenadas adecuadas. Guillermo Saccomanno abordó el hall del hotel Riazor después de comprase un pullover, pues era una mañana fría, aunque soleada. Y ahí empezó una química fascinante, cosa de unos minutos. Una verdadera magia.

Veníamos a hablar de Arderá el viento, el premio Alfaguara de este año. Es una novela formidable, etimológicamente, pues dan miedo los personajes, siembran temor en el que lee. Es una novela sin pureza, sin redención. Ahí están, Hugo y Moni, Monique Dubois, y los otros, armando ese andamiaje del odio consuetudinario, el odio vecinal: «La construcción de un deterioro».

Hablamos del mundo. De cierta confrontación con su padre, escribidor de teatro, socialista. «Pero usted también es un hombre de izquierdas», le digo. Ante la hora reaccionaria, me refiero. Y él: «¿Quién, yo?». Como buscando aquella identidad. Ya no dije más usted. La amistad crecía. Se rearma Guille, la sonrisa serena, como quien desempolva el pasado. «Yo fui un niño troskista», me dice. «Y aún quedan remanentes». Porque, añade, «el fracaso del socialismo real no implica que uno no aspire a un mundo mejor».

Hablamos de Saccomanno. Del apellido. «Esto me pasó con Faciolince», le digo. Son apellidos que uno querría tener. Muy de escritor, añado. «No es tan común, es de origen italiano, calabrés», me explica. «Guardo un cierto orgullo con esto, porque a mi abuelo le costó mucho el apellido. Trabajaba en la cosecha de la papa, y mandaba dinero a Italia. Luego fue tranviario. Serían los años 20. Por aquella época se produjo un asesinato de una telefonista en el barrio de Palermo, en Buenos Aires, y culparon a un canillita de apellido Sacomanno. Con una c, no con dos. A mi abuelo le preguntaban si había parentesco. Creció allí un estigma. Luego, a través de mi padre, conocí a unos anarquistas que habían compartido penal con aquel hombre en Ushuaia, e incluso, trabajando para Página 12, estuve en Tierra de Fuego y me enteré, por un artículo de Soiza Reilly, de que le habían cargado la culpa a este pobre Cristo. En aquella época los crímenes tomaban gran notoriedad».

«El periodismo a veces se va por los sucesos, pero yo no creo que ahora se mate más que antes», me dice Guillermo Saccomanno. «Tu novela habla de cómo crece el mal en una pequeña comunidad. Un pueblo como ese en el que tú vives», añado. «Es que esa es la cosa. Sexo, dinero y poder. Esas cosas están siempre ahí. Soy un poco optimista: tengo hijos y nietos y creo que habrá tino con el botón de la bomba atómica. Quiero creerlo. Claro que, ahora mismo, el mundo está en manos de psicópatas. A veces creo que para desear tanto poder hay que ser algo psicópata. Es más cómodo ser escritor», cuenta Saccomanno. «¿De verdad? No estoy tan seguro de que hoy sea cómodo ser escritor o periodista», replico. «Es verdad que Arderá el viento tiene algo de ese pueblo costero en el que vivo (ya me pasó con Cámara Gesell, que fue premiado en Gijón). Yo creo que el sueño de todo escritor es inventar un pueblo: es una invención, nada más. Siguiendo a Faulkner, que hasta publicó un mapa. Así te sientes un poco Dios, un demiurgo», dice.

Y ahí seguimos. El próximo día les cuento el final de este mágico encuentro.

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