Opinión

Mandan las musas

El pasado 21 de marzo fue el día internacional de la poesía y en mi grupo de WhatsApp alguien lo recordó oportunamente, aunque luego entró otro mensaje señalando que también lo era «de la música antigua». Y yo pensé: ya están las musas a la gresca. Las musas, esas diosas hijas de las divinidades griegas nos siguen persiguiendo; o en otra lectura de los hechos, nosotros no podemos prescindir de ellas. Que me lo digan a mí que lo primero que piso cuando viajo son los museos.

En la antigua Grecia las musas eran aquellas infantas celestiales con pasiones humanas que reinaban cada una sobre un territorio intelectual de las artes: Erató de la poesía y Euterpe de la música.

Es sabido que el poblado del Olimpo era todo menos un lugar idílico por más que lo habitaran divinidades. Quien lo diseñó solo acertó a colocarlas en buen sitio, lo demás es una historia de mandamases sin escrúpulos y conjuras por doquier. La mitología es una historia loca de nuestras pasiones desmadradas, con leves toques edulcorados y alguna infusión poética de postre. De Poesía empezamos hablando, o sea del arte y don de decir las cosas con esa manera distinta que no sabemos muy bien cómo se logra «¿Qué es poesía… Y tú me lo preguntas…?», escribía nuestro poeta romántico por excelencia, Bécquer. Hoy leemos muy poca poesía, y seguramente se escribe mucha más de la que aparenta leerse. Puede que siempre haya sido así y la pregunta de Bécquer se viene formulando de muchas maneras desde la antigüedad.

«Mejor no preguntes», le hubiera dicho yo a la diosa griega preocupada por verse reconocida como la más bella del Olimpo entre sus congéneres; y he aquí que disputando entre ellas requieren la mano inocente de un mortal: París, hijo del rey de Troya, y elige a Afrodita que le devuelve el favor ayudándole a raptar a Helena, pero ya casada con Menelao, rey de Esparta. La trifulca está servida: los reyes aqueos se unen para rescatar a la esposa de su colega que echa chispas afilando espadas para el rescate y la venganza. Hablamos de la guerra de Troya narrada en La Ilíada. Aquel conflicto de cuernos dio pie a una larga guerra, a dos libros: La Ilíada y La Odisea, a un icono del engaño estratégico en forma de caballo, a la creación del mito de la fundación de Roma (La Eneida, escrita por Virgilio) etc., etc., y a unos cuantos quebraderos de cabeza de un servidor, en el antiguo Bachillerato de Letras. O sea que las diosas la liaron parda, los mortales entraron al juego de matarse, apareciendo héroes como Héctor, Aquiles, Patroclo, Ulises, etc. Las musas se encargaron de recordarle a otro mortal la historia-poema que venía rodando de boca en boca y puede que con pasajes de música. Homero habría reunido esos cantos del remoto pasado: «Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles, cólera funesta que causó infinitos males…». Así empieza la obra que nos ha llegado escrita, y atravesada —según yo siento— por hilo musical de película bélica, algo así como la banda sonora de la Guerra de las galaxias, pero a escala de la galaxia griega.

Recientemente casi me peleo conmigo a la hora de elegir entre dos musas con las que estaba citado por la tarde a la misma hora: Euterpe requería mi presencia en un concierto, con entrada pagada, en el que iba a escuchar nada menos que a Haydn, pero la musa de la poesía, Erató, me requería también con la invitación de un autor que presentaba su poemario amoroso. Esta vez le di preferencia a Erató, y compañía y aplauso a un amigo porque versos como estos se lo merecen: «Es febrero/ pero en ti es mayo./ La camelia florece/ inventando el color púrpura./ Tus caderas escriben mis deseos/ entre paréntesis./ Me acerco al laberinto de tu oreja/ donde un beso mío/ se extravía sin remedio». (Carlos López. Los encendimientos) .

No están muy claros a veces los límites de las artes y hay interferencias entre ellas, no siempre exentas de polémica.

Decimos que hay cuadros que tienen poesía y versos que tienen música… Podemos preguntarnos qué sería de películas sin su banda musical, y es cierto que hay canciones bellísimas con letra ciertamente flojita. La música antigua me gusta porque me supera y me atrapa. Es una dependencia que acepto porque me domina el gusto, o más bien me gusta porque me dejo llevar y me lleva a lugares mayormente placenteros, poéticos, pasados… La música clásica contemporánea se parece demasiado a nosotros: rompedora, atonal, experimental… También el arte moderno ha entrado en la historia con gesto de ateísmo mitológico y se nos dice en el catálogo de cualquier exposición contemporánea: «No busquemos belleza, ni lirismo, ni música, ni forma convencional. Es todo un ejemplo de ruptura donde el artista proyecta su yo». Bien, «entonces to er mundo é güeno», oigo decir a un espectador escéptico y guasón. Diríamos que el artista o la pintora rompedora pasa de musas haciendo su propio arte, desclasificado, cuanto más original mejor. Estrés de color. Deconstrucción. Performance. Provocación… son términos y conceptos muy definitorios de lo que el arte contemporáneo es, quedándonos muy cortos en la nomenclatura de estilos y tendencias que afloran, casi tantas como artistas. Pero claro, algo de razón no les falta porque si nuestro poeta concluía: «Poesía eres tú», ante el caballete o el proyecto de escultura, uno puede decir: arte soy yo… y lo vais a ver.

Tengo ante mi una pintura de José María Mezquita, pintor zamorano. Un paisaje inmenso castellano lo cruza alguien tranquilo sobre un asno. ¿Es el autor? ¿Es Juan Ramón Jiménez que nos visita con su burro Platero? Lo tiene todo la pintura: silencio sonoro, inmenso espacio respirable, campo abierto, luz. Me transporta también a mí el animalillo y me emociona ese largo instante retratado porque un artista, sin pedírselo, muestra algo de mis mejores recuerdos. ¿Qué musa le transmitiría mi encargo?

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