Opinión | Inventario de perplejidades

Para lo que vale un presidente

En los Estados Unidos de América del Norte, que es una República nacida casi a la par de su prima hermana la República francesa, los «padres fundadores» quisieron dibujar para la posterioridad el perfil del hombre que pudiera reunir en su persona las mejores condiciones para defender los derechos conquistados en la llamada «Revolución Americana». Y por si tal atribución de poder no fuera bastante para quienes pudieran ocupar el cargo de presidente del Gobierno en el futuro, le añadieron la capacidad de ejecución propia de un monarca absoluto. Expresado en pocas palabras, ese es el retrato de cualquiera de los presidentes norteamericanos; desde el primero, George Washington, hasta el último que estamos sufriendo, el inefable Donald Trump. En ese espacio de tiempo, en el que los migrantes europeos huían de la intolerancia religiosa, de la política, de la étnica, o simplemente en procura de unas mejores condiciones de vida.

La empresa no fue fácil porque antes hubo que vencer la resistencia, entre otros, de los ingleses, los franceses, de los españoles y, por supuesto, de los «pieles rojas», que eran los primeros habitantes de los extensos territorios que van del océano Atlántico al océano Pacífico, lo que da una idea de su inmensidad. Y también de su potencial vocación de imperio, que se puso de manifiesto en su guerra contra España, a la que arrebata los restos de sus posesiones ultramarinas (Filipinas, Cuba, Florida, California, etc.).

Simplificando mucho (el papel de periódico lo aguanta todo) podríamos confirmar el dato de que a lo largo del siglo XIX desaparece el imperio español y sobre sus ruinas emerge el imperio norteamericano, una nación joven que habla inglés y empieza a utilizar la mentira como arma política de destrucción masiva (esta sí).

Por poner un ejemplo, ahí tenemos el caso del Maine, un barco de guerra norteamericano cuyo hundimiento en aguas de la bahía de La Habana se quiso atribuir a un sabotaje de los españoles.

El incidente, jaleado por la prensa sensacionalista del magnate Randolph Hearst, sirvió de pretexto para declararle la guerra a la «Perla de las Antillas», que pasó a ser un dominio de los yanquis, hasta la llegada de Fidel Castro. En el atentado contra el Maine murieron 266 marinos y resultaron heridos 29. Ninguna de las investigaciones oficiales pudo probar la autoría o la complicidad española en el brutal atentado, pese a que era manifiesta su simpatía por el bando de los que se oponían a la independencia.

Digo estas cosas porque me recuerdan las mentiras que dijeron el presidente de EEUU George Bush júnior, el primer ministro británico Tony Blair y nuestro español José María Aznar cuando le declararon la guerra a Irak, so pretexto de la existencia de armas de destrucción masiva en manos de Sadam Husein, uno de los «hombres malos» que estaba de moda por aquellos años.

Dicen que la mentira tiene las patas muy cortas, pero después del deprimente espectáculo de un disparatado presidente de Estados Unidos acojonando él solo a la entera humanidad empiezo a dudarlo.

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