Opinión | Crónicas galantes
Esto ya estaba inventado
Corría el durísimo invierno de 1939 y el Caudillo decidió tranquilizar a los sobrevivientes de la Guerra Civil en su mensaje de fin de año. España cuenta con «enormes yacimientos de oro», dijo Franco a sus hambreados súbditos. Oro en cantidades muy superiores, precisó, a las que se habían llevado los rojos. En esto se conoce que todos los dictadores y aspirantes a serlo, como Trump, empiezan siempre por prometer una nueva edad dorada a su público.
Aunque la quimera del oro solo estuviese en la imaginación de Franco, su régimen optó por la autarquía como sistema económico. El país produciría todo lo que necesitase para su consumo sin necesidad de intercambios comerciales con otras naciones probablemente judeo-masónicas, demoliberales y comunistas.
Las consecuencias de aquella primera política de Estado franquista fueron devastadoras. Aislada del mundo, la economía española entró en barrena con los subsiguientes períodos de racionamiento y hambrunas. De aquella debacle da idea el dato de que el Producto Interior Bruto del país tardase veinte años en recuperar su valor anterior a la guerra.
El régimen quería restaurar el imperio de los siglos XVI y XVII para hacer España grande otra vez. Una idea más bien alocada para un país que acababa de desangrarse en una guerra interna, de consecuencias agravadas por la renuncia del primer franquismo al comercio exterior.
Curiosamente, fueron los americanos quienes sacaron del aislamiento internacional a España, tras la visita del presidente Eisenhower a Madrid en 1953 y la firma de los pactos hispano-estadounidenses. A cambio de una modesta ayuda económica y militar —leche en polvo, mantequilla y armas de segunda mano—, Franco concedió a Estados Unidos cinco grandes bases militares donde se llegaron a almacenar doscientas bombas atómicas. Fueron retiradas en 1976.
No es que Trump esté imitando la autarquía franquista, por supuesto; pero en algo se le parece su propósito de aislar a los USA del mundo mediante la imposición general de aranceles a amigos y enemigos. También el emperador piensa que los americanos pueden arreglárselas por sí solos, una vez que su plan arancelario devuelva a Estados Unidos las fábricas que ahora manufacturan los Iphones, los Levi’s y hasta los Tesla en China y otros países.
Para ello ha declarado las hostilidades al resto del planeta bajo la creencia de que las guerras comerciales «son buenas y fáciles de ganar». Todo consiste en esperar a que los damnificados le «besen el culo» —por decirlo con su elegante expresión— y se rindan más pronto que tarde. Eso es tanto como creer que la economía se mueve por decretos y no por la mano invisible del mercado de la que hablaba Adam Smith.
Al Caudillo no le salió nada bien su plan. Trump, que tiene a su favor la ventaja de gobernar ya un imperio, se ha encontrado igualmente con el manotazo de los mercados que adoptan forma visible en las Bolsas. Son cosas que suceden cuando un teórico capitalista arremete contra los principios básicos del capitalismo. Aún tendrá que venir la China —de Confucio, más que de Marx— a salvar el libre mercado.
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