Opinión | Décima avenida

Francisco: de Religión y religión

Los viernes al atardecer eran uno de mis momentos preferidos en Jerusalén. En la Ciudad Vieja, paseaba a menudo por los tejados de los alrededores del Santo Sepulcro. Allí, a medida que se ponía el sol, se mezclaban los cantos de judíos ultraortodoxos que dan la bienvenida al shabat, el tañer de las campanas cristianas y el llamamiento a la oración musulmana. El entrelazado de voces —tan disonante como conmovedor— revela una armonía profunda que ni siquiera el escepticismo logra desoír, algo así como la voz profunda de Jerusalén.

Los europeos no creyentes suelen aproximarse al fenómeno religioso con desconfianza y cierto desdén. En Jerusalén aprendí a mirar de otra forma el fenómeno religioso, a distinguir entre la Religión y la religión, entre la estructura de poder y control social y el hecho religioso que rige grandes parcelas de la vida de quienes tienen fe. Muchas de las cosas malas que suceden en Jerusalén están vinculadas, aunque sea de forma oblicua, a la religión, pero también muchas de las buenas, sobre todo en el día a día de personas que comparten fe, aunque no credo. A menudo, la creencia en Dios une lo que las ideologías políticas (muchas veces basadas en la religión) separa.

La muerte de un Papa da pie a que se expresen las diferentes manifestaciones de la religiosidad. Existe la pompa y el boato del momento, la fascinación por el ritual. Es cuando la Iglesia expone, en su esplendor y a conciencia, el poso de siglos de tradición transmitida con esmero y desplegada con meticulosidad. El simbolismo se alza como un valor sublime, inalcanzable para las instituciones terrenales, bebés balbuceantes ante el peso y el poder de la gravitas y la auctoritas de una institución inalterable en el tiempo.

Existe la faceta del poder, vinculada también al simbolismo, en este caso el de la fumata blanca o negra. El cónclave que elegirá al nuevo Papa es la quintaesencia de las intrigas y los juegos de poder, de los suspiros a medianoche, de los juegos de intereses, de las ambiciones confesadas o reprimidas, de las zonas de ambigüedad donde florece la política. El poder se ejerce así, en el Vaticano y en la Casa Blanca; la diferencia es que el cónclave no esconde el simbolismo bajo pasajeras modas tecnológicas, sociales o de gobernanza. Es como siempre ha sido y como sigue siendo. En esencia, todo lo trascendental en la vida se resume en si al final del día hay fumata blanca o fumata negra.

Y existe la faceta espiritual, la de la fe de las miles de personas que, el día en que fallece el Papa, se sienten huérfanas y, el día en que se elige un nuevo Pontífice, viven un nuevo renacer. Los creyentes suelen ser tratados como figurantes, y su fe, como atrezo. Aparecen en forma de multitudes en la plaza de San Pedro, como testimonios en reportajes de color, como crédulos, en algunos casos como fanáticos. Desde el balcón cómodo del escepticismo, mirar la fe ajena es fácil; entender su peso íntimo, mucho menos. Es sencillo caer en la tentación del desdén, al menos el intelectual: fans del Papa, groupies de Dios.

Me da la impresión de que Francisco ha sido, en esencia, el Papa de estos creyentes de a pie. No fue un Pontífice de izquierdas, ni un comunista, como lo intentó descalificar Javier Milei. Jugó a fondo la carta del simbolismo y supo manejarse en los pasillos del poder, como no puede ser de otra forma, pero dio la impresión de sentirse más cómodo en el terreno de la religión que en el de la Religión, consciente de que la fe es una expresión de humanidad.

A su muerte, hay quien intenta apoderarse de su legado. La política devora símbolos sin digestión: ondea banderas ajenas, coloniza causas y clausura el matiz, justo lo opuesto de lo que simboliza la Iglesia cuando practica el juego del poder terrenal. Francisco, como todo Papa, es más complejo que un tuit de un líder de izquierdas o que un pésame hipócrita de un dirigente de extrema derecha. El poder de un Pontífice pertenece más al terreno simbólico que al real, y ahí radica justamente su fuerza: es un relato sustentado en la fe. El de Francisco, enraizado en el sentido más humilde del fenómeno religioso. Ahí es donde pueden encontrar terrenos comunes en su legado tanto los creyentes que hoy lo lloran como los no creyentes que, en su muerte, lo respetan y lo honran.

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