Opinión | Inventario de perplejidades
Francisco, un papa que se hizo querer
La muerte del papa Francisco, cuando parecía haber superado una grave enfermedad, despertó una extensa corriente de simpatía hacia un personaje que hizo de su solidaridad con la gente humilde, los pobres, los presos y los migrantes el eje de su actividad como cabeza visible del catolicismo.
Es posible que por una elemental prudencia hubiéramos debido esperar un tiempo para valorar como se merecía el trabajo que desempeñó durante los trece años de su pontificado. Un tiempo agitado por continuas crisis sociales y económicas, guerras, violencias, latrocinios y escándalos universales, como los miles de denuncias de pederastia y abusos sexuales contra el clero célibe (tan numerosas que podían alimentar la sospecha de que, al amparo de las sacristías y de los confesionarios, se había montado una organización criminal clandestina para corromper a los jóvenes).
Pues bien, Bergoglio se atrevió a meterse en ese pozo atestado de serpientes venenosas y a poner buena cara a la sucesión de insultos (sí, insultos), bulos, mentiras y exageraciones groseras que le llegaban desde todas partes. Principalmente, desde el sector ultracatólico en el que rebuznaban a gusto un jefe de Gobierno latinoamericano y un conductor radiofónico desquiciado que se atrevieron a manifestar que el papa argentino era el representante en la Tierra del Maligno, esto es, del Demonio, ese personaje encargado de atizar el fuego de la parrilla donde (vuelta y vuelta) achicharramos a los incontables millones de pervertidos que habitaron el mundo antes de que lo hicieran los dinosaurios.
Por supuesto, que excede de la capacidad de un solo hombre (que ya era un anciano cuando accedió al cargo) convertir a la Iglesia Católica en una organización democrática al gusto del pseudoprogresismo, olvidando sus múltiples alianzas con el poder desde que tuvo la habilidad de convertirse en la religión de los que mandan en cada momento histórico. Desde el emperador romano Constantino al general gallego Francisco Franco. Y todo ello bajo el socorrido argumento de haber sido escogidos por Dios para esa importante misión.
Los pecados de la Iglesia Católica, así como su reconocida capacidad para perdonarlos, han sido constante historia. Esperar un papa que modifique la doctrina tradicional sobre el aborto, el matrimonio homosexual, o algunas versiones sobre el feminismo, el machismo o el sacerdocio femenino es no entender el meollo del asunto. Otra cosa es la política a favor de los pobres y contra los excesos del ultracapitalismo fascistoide. Como el que practicó Francisco, un jesuita vivaz, y simpático que se hacía querer. Que sepamos, antes de Bergoglio ningún papa se atrevió a declararse forofo de un equipo de fútbol. En su caso, el argentino San Lorenzo de Almagro, que asombró al mundo con la finura de su juego durante la famosa gira por España en la posguerra. Hasta en eso fue un revolucionario.
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