Opinión | Mujeres

Una mujer en el trono de Pedro

Entre los muchos títulos que ostenta el Papa está el de Patriarca de Occidente, así que decir que la Iglesia católica es una institución patriarcal es, además de una simpleza, una redundancia. Francisco, siendo el último y el más progresista, también el más cercano a la gente, fue inflexible respecto a la ordenación de las mujeres, pese a estar aceptada en otras iglesias cristianas. Colocó a algunas estratégicamente en el Vaticano y les dio un acceso a un poder antes inimaginable para ellas. Reconoció muchas veces su excepcional valor, sus talentos y sus cualidades. Y hasta ahí llegó.

Para amainar los impulsos de las mujeres que pudieran llegar a sentir la tentación de reivindicar un lugar en la jerarquía clerical, la Iglesia disponía de muchos recursos. La leyenda de la papisa Juana, que siendo mentira encierra alguna que otra verdad, era aleccionadora y, pese a que no tiene veracidad ninguna, se entrelaza con hechos y personajes históricos.

Resumiendo, Juana era una niña dotada de inteligencia y curiosidad, nacida en una época, mediados del siglo IX, en la que solo a través de la Iglesia era posible acceder a una vida dedicada al estudio. La niña Juana deja de ser niña, se busca un amante, huye con él a Atenas y allí sigue creciendo en sabiduría. Ambos idean un plan para medrar en Roma, ella disfrazada de varón. Es tan sagaz y diligente que asciende hasta convertirse en «el hombre de confianza» del Papa, que, por supuesto, no sabe que es una mujer. Tras su fallecimiento, le sucede y se sienta en el trono de Pedro.

En esa sarta de mentirijillas hay algunas verdades. A saber, que a las mujeres les estuvo vedada la educación durante siglos; que hasta no hace tanto tenían que ingeniárselas para estudiar y formarse, escondiéndose y disfrazándose; que, si se les daba la oportunidad, demostraban ser tan espabiladas y eficaces como los hombres y que siempre, de una u otra manera, estaban supeditadas a ellos.

El caso de Juana acabó en la ficción como hubiera acabado de haber sido real, en escarmiento y encarnizamiento público. Se quedó embarazada, porque sus intereses intelectuales y sus anhelos espirituales no interferían en su disfrute de los placeres de la carne, y en medio de una procesión, de camino desde la basílica de San Pedro hasta San Clemente de Letrán, se puso de parto. Descubierta, fue arrastrada por las calles de Roma atada por los pies a la cola de un caballo y lapidada por la multitud. Ahí queda el aviso para las que piensen en retar a la jerarquía clerical.

Hay otra versión de la leyenda, más amable, pura novela también, en la que, en una exhibición de clemencia, Juana es perdonada por la Iglesia y, eso sí, recluida en un convento. En este final alternativo, Juana obtiene una pequeña venganza: su hijo, el hijo de la papisa, llegará a alcanzar la dignidad de obispo de Ostia.

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