Opinión
Pero ¿pasó algo?
Le dije a mi hija, como todos los días, «¡Acaba ya!» Sé que es un día normal porque grito lo mismo a eso de las diez menos cuarto, cuando veo que llegamos tarde al colegio y aún no salimos de casa. Los lunes, si cabe, grito más fuerte, así que ese día la normalidad se recrudeció. Además, no existen los lunes raros. Un lunes es un lunes. Si el mundo explotase también caería dentro de lo lógico. Como después de dejar a Helena me dirigí a la cafetería del Hotel Altiana, la normalidad siguió expandiéndose. Allí acabé de leer El valor de la atención, de Johann Hari. Al salir, me dirigí a comprar kiwis a una pequeña tienda de ultramarinos. El kiwi, ciertamente, siempre somete a la realidad a una prueba de tensión. Apenas quedan kiwis normales, que sepan a kiwis, con aspecto y, sobre todo, precio de kiwis, no de Mercedes-Benz. Pero, aún así, encontré kiwis normales. Me compré dos kilos, por si acaso. A la vuelta me pasé por la librería Volando libre y me compré Calle Londres 38, de Philippe Sands, también por si acaso. Regresé a casa no sin antes pasar por la panadería a coger una baguette, como cada mañana. Casi me atropella un coche, como cualquier otro lunes, miércoles, jueves o viernes.
Se podría pensar que entonces, al fin, me puse a trabajar. Vagamente. No es algo que los lunes lleve a rajatabla. Aun así, empecé a escribir una columna, que murió, como tantas, a mitad de segundo párrafo. Normalísimo. El primer párrafo promete. En cambio, el segundo funciona como un puente colgante, demasiado peligroso, por el que se precipitan muchísimas intenciones. A las doce y media me encerré un rato en el cuarto de baño a leer una entrevista a Ray Loriga. Contaba que le habían pasado cosas extraordinarias sin esperarlas, como ser traducido a veinte idiomas, o ir paseando por Nueva York y que de repente se cayeran dos torres delante de él, cuando se marchó la luz. No me quedé a oscuras del todo, así que seguí leyendo.
No recibí llamadas, ni mensajes, ni correos, lo que podría denominarse una normalidad salvaje. Empecé a leer La muerte en sus manos, de Ottessa Moshfegh, y cuando me dio el hambre, como no funcionaba la cocina, me zampé un bocadillo, y luego dormité al sol. A las cinco y media fui a recoger a mi hija al colegio. Nos apropiamos del tiempo, algo que debería considerarse normal: ella no tenía deberes y yo tenía desde hacia dos semanas veinte euros en el bolsillo, así que compramos pilas doble AA y se las pusimos a un transistor que hace años nos habíamos traído de París, para decorar. Funcionó. Qué normal era todo. Jugamos a Hundir la flota, plantamos unas semillas, regamos las enredaderas, cenamos en la terraza, con la última luz del sol, una ensalada y más bocadillos. Encendimos velas y más velas. Una fiesta. Seguimos sin teléfono y sin internet. Nos las apañamos para leer con una linterna. Me levanté a las seis de la mañana y todo continuaba a oscuras. Prendí otra vez las velas. Y veintiún minutos después un ejército de pitidos inundó la cocina: la cafetera, el horno, la nevera, el teléfono. La otra normalidad.
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