Opinión | Crónicas galantes
Políticos que detestan la política
Basta añadir a una madre el adjetivo de «política» para convertirla inmediatamente en una mucho menos popular suegra, que siempre es tema de chistes malos. Anécdotas como esa delatan el poco aprecio que en general se tiene a la política y en particular a los políticos profesionales. De ahí que el viejo arte de la gobernación se llenase de aficionados en los últimos años.
Pocos querrían ser tratados por un médico que deteste la Medicina; pero se aprecia en cambio a los políticos que hablan pestes de la política. Es bien conocida la aversión de Donald Trump al establishment de Washington; o las proclamas que en tono más castizo suele lanzar el argentino Javier Milei contra la «casta» política de su país. Como si él se dedicase a la fontanería.
No se trata de una novedad, en sentido estricto. «Joven: haga como yo y no se meta en política», dicen que decía a sus nuevos ministros cierto famoso general que gobernó España durante casi cuarenta años. Era jefe del Estado y presidente del Gobierno, cargos que, al parecer, nada tenían que ver con la política. Y menos con los políticos, a los que solía desdeñar en sus discursos.
Este menosprecio al arte de gobernar ha tenido, curiosamente, un gran éxito de audiencia entre los votantes. Ninguno de ellos encuentra raro que un político llegue al poder para acabar con la política profesional. Así que votan a gente que a menudo procede del mundo del espectáculo y de la telerrealidad.
Luego pasa lo que pasa, claro está. No es infrecuente que los amateurs de la política alzados al poder tomen una decisión por la mañana y la enmienden por la tarde. Lo mismo te disparan un arancel que te lo quitan, lo suben, lo bajan o lo dejan en suspenso. Son gajes de la falta de profesionalidad en el oficio.
El desdén de estos políticos por la política —que algún día fue escuela de buenas maneras— se traduce también en su comportamiento. Trump asegura que el resto del mundo hace cola para besarle el culo y Milei no para de decir carajo a la vez que le mienta la reconcha de su madre a cualquier adversario en campaña. Se diría que ignoran los principios más elementales de la diplomacia y entienden la política como una prolongación del show business.
Los franceses, más estrictos en estas cuestiones, llegaron a crear incluso una Escuela Nacional de Administración que no ha parado de abastecer de presidentes y primeros ministros a su República, incluyendo a Emmanuel Macron. Se les acusó de elitismo, pero lo cierto es que tan solo aspiraban a profesionalizar la tarea de gobierno.
Tampoco se trata de que los gobernantes salgan de una Facultad de Ciencias Políticas. Bastaría con que fuesen correctos en las formas y que al menos les gustase la profesión a la que se dedican, por obvias razones de lógica.
Después de todo, la tan detestada política es una ciencia de la que depende el bienestar o la desdicha de millones de personas. Parece temerario dejarla en manos de aficionados que, además, descreen de ella. Quizá Aristóteles estaba pensando en otra cosa cuando describió al hombre como un animal político. En casos recientes, sobra el adjetivo.
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