Opinión | El ruido y la furia

Un café bebío

Es una expresión muy de mi tierra, muy de este sur que habito y que me habita, esa de “tomarse un café bebío” (nosotros lo decimos así). Significa un café (cualquier líquido en realidad, a excepción del agua) tomado sin acompañamiento de alimento sólido y, además, con prisas, casi de un trago.

Muchas veces he recordado que una vez, hará de esto casi cuarenta años, llamé a casa de un parlamentario europeo vecino también de este sur y me cogió el teléfono su madre, una señora muy mayor, quien al preguntarle por su hijo me respondió, con toda la ternura, la preocupación y la sencillez de una mujer campesina, “mi niño no está. Se ha ido a Estrasburgo con un café bebío”. Yo le expliqué que en los aviones (entonces todavía lo hacían) daban de desayunar, y la mujer se quedó más tranquila. Pero en aquel maternal desasosiego estaba la certeza de que “un café bebío” no alimenta, no aprovecha nada.

He leído que en una cafetería de Barcelona han impuesto un sistema en el que el precio del café varía según el tiempo que tardes en tomártelo. Empieza a penalizar a partir de la media hora, pasando de 1,6 euros a 2,5 desde el minuto treinta y uno y 4 si sobrepasas la hora.

Yo he sido uno de esos clientes que pedía un café y abría un libro, dejando que la luz de la tarde se hiciera vieja en sus páginas. He sido un gran esperador en los cafés, buscando siempre la mesa apartada, la más tranquila, y he desplegado, además de libros, periódicos, revistas y todo artilugio legible para, sencillamente, disfrutar de dos de los grandes placeres del mundo, el café y la lectura. Y he escrito también muchas columnas y no pocos poemas en los cafés, al modo de César González Ruano o de José Hierro. No acabo de imaginarme qué hubiera sido de aquellos viejos columnistas que llegaban y pedían “café con leche y recado de escribir”, y se despachaban, entre tertulia y tertulia, dos o tres columnas literarias, vivas, calientes y humeantes como el mismo brebaje que las inspiraba, y luego se las daban a un botones para que las llevase, con urgencia de teletipo, a la redacción del periódico, donde las estaban esperando para que brillasen al día siguiente.

Nunca imagina uno lo mal que pueden llegar a ponerse las cosas, que siempre acaban sobrepasando nuestros más terribles temores. A mí nunca se me ocurrió que podríamos llegar a un mundo tan feo en el que el café viniese con taxímetro. Acabarán instalando en las mesas un reloj como el de las partidas de ajedrez y el camarero, al servirte, lo accionará mientras te lanza una severa mirada de advertencia.

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