Opinión | Mujeres
Las chicas de Shatila se la juegan
El de Shatila, en el Líbano, es uno de esos campos de refugiados que se despliegan con urgencia para acoger a una población violentamente desocupada, que llega exhausta y con lo puesto, y que ni se imagina lo largo que acabará siendo su destierro. Este fue levantado en 1949 por el comité internacional de la Cruz Roja, para acoger a unos tres mil palestinos que habían salido huyendo en la Nakba, el violento exilio al que les condenó la creación del estado de Israel.
Setenta y cinco años después conviven en él, en unas condiciones muy precarias, cerca de 40.000 personas, y ya no solo son palestinas. Allí se han resguardado muchos sirios e infinidad de emigrantes, de aquí y de allá. Shatila es el gran sumidero al que van a parar los desarraigados de Oriente Próximo, un lugar pensado para sobrevivir una temporada y donde se acaba malviviendo durante una eternidad, con más o menos dignidad, dependiendo de la templanza de cada uno, y de generación en generación.
Con un cruento pasado —de muy aciago recuerdo la matanza de Sabra y Shatila en 1982—, con las armas siempre cargadas en las casas y en las celebraciones, el mercadeo de drogas, el crimen organizado repartiéndose el territorio, el fanatismo religioso y el machismo recalcitrante, Shatila no es un buen lugar para nacer ni para crecer, no lo es para nadie y mucho menos para las niñas, marginadas, por partida triple, por ser mujeres, por ser árabes y por ser expatriadas.
Allí, en medio de esa desolación, Txell Feixas, una periodista catalana que ejerce el reporterismo en Oriente Medio, quedó cautivada por las chicas del Palestinian Young Club, el equipo de baloncesto femenino creado por Madja, un pintor refugiado, que andaba preocupado por el destino de su hija, Razan, y que pensó que, quizás, el deporte podría ayudarla.
A esa historia Feixas le ha dedicado un libro, Aliadas, recién editado por Capitán Swing, en el que cuenta cómo la cancha, muy precaria, se ha convertido en un espacio seguro para las chiquillas y el juego en una ilusión, que antes les era tan improbable.
Mientras cuenta su historia la periodista cuenta también la de las que no tuvieron tanta suerte, niñas y adolescentes iraníes o afganas, casadas a la fuerza, desangradas en los partos, víctimas de crímenes de honor o apaleadas por sus maridos o por sus propios padres.
Hay que leerlo para creerlo. Y no es un relato amable, ni siguiera para los protagonistas del milagro de Shatila, que ya dura diez años y ha bendecido, a unas más que a otras, a 150 niñas.
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