Opinión | Error del sistema

Las voces de los asesinos

El niño desapareció una tarde de febrero de 2018 en la localidad almeriense de Las Hortichuelas. Gabriel Cruz tenía 8 años. En la fotografía que entonces facilitó su madre se le ve sonriente. Eternamente feliz. El caso movilizó un colosal operativo de búsqueda y una intensa cobertura mediática. Hasta se le puso un mote al crío: el pescaíto, por lo mucho que al pequeño le gustaban los peces. Doce días más tarde se encontró su cuerpo en el maletero del vehículo de Ana Julia Quezada, entonces pareja del padre.

Desde el asesinato de su pequeño, la madre de Gabriel, Patricia Ramírez, regala «pececillos» a quienes atienden su solicitud de ayuda. Con un pote lleno de figuritas llegó en junio del año pasado al Senado. En una conmovedora y precisa intervención, denunció la violencia mediática que sufren los afectados por delitos violentos y solicitó un Pacto de Estado para blindar a las víctimas. Unas semanas antes, se había enterado de que una productora había pactado con la asesina de su hijo la realización de una serie sobre el crimen. Al finalizar la sesión, transmitió su deseo de retirarse a la intimidad y tratar, al fin, de reconstruirse. No pudo ser.

Ramírez ha tenido que exponerse de nuevo para denunciar la situación de desamparo judicial e institucional que sufre. «La asesina de mi hijo me quiere matar», ha afirmado. El motivo: haber logrado frenar el true crime del caso. Más allá de las llamativas irregularidades que parecen rodear la vida de la condenada en la cárcel de Brieva (Ávila), el vía crucis de la madre de Gabriel vuelve a colocar el tratamiento de las víctimas en el centro del debate. ¿Hasta qué punto el interés mediático o la libertad creativa pueden pasar por encima del sufrimiento de una víctima?

El dolor de Ramírez se funde con el de Ruth Ortiz, la madre de dos pequeños asesinados por su padre que, recientemente, volvió a la actualidad al tratar de detener la publicación de un libro sobre el caso. El escritor nunca se puso en contacto con ella, mientras que sí mantuvo conversaciones y correspondencia con el asesino, José Bretón. A menudo, las obras (libros o series) se venden como un intento de reflexión sobre el mal. Y pueden serlo, siempre que no se olviden de la víctima. Si no se la tiene en cuenta, existe una apropiación –y explotación– de su dolor. A la ausencia insoportable de un ser arrebatado se suma la violación constante de su intimidad y su memoria. El trauma convertido en un producto de consumo en el lineal de historias truculentas. Para las víctimas supone una condena sin fin. ¿Y para el resto de la sociedad? ¿Es inocuo convertir el dolor real en entretenimiento? Sin la mirada de la víctima, nuestra percepción está amputada, también nuestra capacidad de empatía. A través de multitud de producciones sobre crímenes reales, se excita la sensación de vulnerabilidad. El proceso no es inocuo, ni personal ni políticamente. La venganza y la exigencia de mayor seguridad, no siempre riman con democracia. Más aún cuando se olvida la reparación de la víctima.

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