Opinión | Gárgolas
Testigos inconmovibles
Hace un mes que estuve en Roma con unos amigos. En tres días tuvimos tiempo de ver la exposición de Caravaggio en el Palazzo Barberini, una excelente muestra antológica que debía completarse con la visita a los otros caravaggios que hay esparcidos en la ciudad, en Santa Maria del Popolo o en San Luigi dei Francesi, pongamos por caso. Dormí en un apartamento pequeño que tenía una terracita en un estado ciertamente precario, muy cerca de la Fontana di Trevi. En los crepúsculos romanos, aquellos tramonti que otorgan a las paredes ocres una vitalidad dorada que, poco a poco, va languideciendo hasta que llega la oscuridad, en aquellos atardeceres, pues, me dediqué a observar a las gaviotas que no paraban de volar, que aterrizaban en las terrazas vecinas, que contemplaban impávidas el trasiego de los turistas. Que se apoyaban en una antena de televisión o que hacían equilibrios (y se peleaban) sobre unas tejas dañadas. Levantabas la vista y veías cómo el cielo romano estaba invadido por estos pájaros marinos que han dejado de habitar la costa para instalarse en el interior, ratas voladoras que comen de todo y que incluso son capaces de recordar —esto me lo comentaba un amigo ornitólogo días más tarde— el lugar y la hora habituales donde se tira basura comestible. No recuerdo haber visto nunca tantas gaviotas en Roma. Son más agradables, claro, las manadas de estorninos que volaban también en el crepúsculo como si fueran un solo hombre, movimientos coreográficos, fascinantes danzas volátiles.
Pensé en aquellas gaviotas cuando vi unas cuantas en el tejado de la Capilla Sixtina, indiferentes al ruido de la plaza, un rumor que subía desde la columnata de Bernini hasta la quietud plácida del comignolo, la famosa chimenea de la fumata. Las gaviotas chillaban, tanto daba el color del humo, tal y como lo hicieron en 2013. Incluso en el momento culminante, poco después de las seis de la tarde, cuando se supo que ya había un nuevo papa, cuando estalló la euforia en San Pedro, con escenas desmesuradas de alegría, a la carrera por la mussoliniana Via Della Conciliazione, con creyentes, turistas, curiosos y periodistas expectantes, dos gaviotas y un pollito apenas se movieron. Seguía saliendo el humo blanco de la chimenea y, a lo sumo, abandonaron las tejas y se situaron en un rincón más elevado. En 2014, en una bendición del papa Francisco a favor de la paz, un niño y una niña soltaron dos magníficas, inmaculadas palomas blancas desde el balcón de la basílica. Un cuervo se zampó a una de las palomas. La otra fue cazada al vuelo por una gaviota. Esta vez, las gaviotas han vuelto a ejercer de testigos inconmovibles y no han optado por ninguna simbología bélica o sentimental. Las lecturas sobre la elección de León XIV han descendido a ras del suelo. Alguien ha dicho que, «fisonómicamente», el papa está a mitad de camino entre Pío XII y Pablo VI. De los rostros ufanos y redondos hemos pasado al perfil aguileño. Vete a saber, quizá sea este el mensaje oculto de otro pájaro, el Espíritu Santo.
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