Opinión
La culpa del privilegio
Unos días atrás, en el tren que me llevaba a Oviedo, ciudad a la que me dirigía para participar en la reunión del jurado del Premio Princesa de Asturias de las Letras, se sentó frente a mí una joven muchacha. De tez oscura, nariz prominente, no llegaría a los 20 años, con ropa de entretiempo más veraniega que primaveral, cazadora, vestido, sandalias abiertas que mostraban sus pies, muy bonitos. La acompañó hasta su asiento un trabajador de la compañía, no estoy segura de que fuera uno de esos asistentes que, previo pago, contratas al adquirir el billete. Cargaba una maleta muy voluminosa, una almohada para el cuello, un bolso y, siempre en la mano, sin soltarlo, un móvil. Al poco de emprender el trayecto, haría sólo unos minutos que habíamos dejado Chamartín, la muchacha intentó conectarse al wifi del tren a través de su teléfono. A su lado, a un metro de distancia, el del pasillo, dos mujeres maduras la miraban con extrañeza y un poco de recelo, cuchicheando. De inmediato, la joven se convirtió en el elemento exótico de esa parte del vagón, cada vez más disturbador a medida que su desesperación aumentaba ante la imposibilidad de engancharse al wifi. Alguien al otro lado del teléfono, con quien iba manteniendo una conversación en la que le transmitía su agobio, le dijo que preguntara a la tripulación. Y eso hizo, le rogó al señor que conducía el carrito de la merienda que le explicara cómo acceder, añadiendo que estaba embarazada. El tipo, aparentemente simpático, cara redonda de supuesto bonachón, le dedicó unos segundos, tendrás que meter esos números, le dijo, refiriéndose a los de su billete, y continuó la marcha, igual que el tren. Entonces, la joven rompió a llorar. Yo iba trabajando en algo que al principio del viaje me parecía urgente y que, al ver lo que estaba viviendo la muchacha, su desespero, pasó a ser insustancial, hasta irrelevante. Apagué el ordenador y me dirigí a ella, ante la indiferencia del resto de viajeros, que seguían a los suyo, sus privilegiadas vidas, tan distintas a las de aquella joven embarazada de acento latino. No llores, le dije, no te preocupes, es que no es nada fácil, hay que haberlo hecho alguna vez, y aun así. Cogí su móvil, le pedí permiso, y lo conecté al wifi. Ay, muchas gracias, me dijo, secándose las lágrimas, sorbiéndose los mocos, que trataba de contener con un pañuelo de tela con estampados de Barbie. Luego, la expliqué dónde estaba Oviedo e intenté transmitirle seguridad, calma, también la ofrecí la comida incluida en mi billete, sabiendo que llevaba horas sin probar bocado. Ella rechazó el almuerzo, no, de verdad, no tengo apetito, y al final del trayecto se quedó dormida. Cuando llegamos, la desperté, ya estamos, vale, gracias. Al salir, una mujer la esperaba en el andén, la habían dejado pasar para recogerla. ¿Necesitas algo?, le pregunté antes de despedirnos. No, todo está bien, gracias. Me di la vuelta sintiéndome terriblemente culpable, la culpa del privilegio. Horas después, en el hotel, mantuve una charla con Isabel Allende. Yo soy siempre extranjera, estoy de visita en todas partes, me respondió al plantearle cómo condiciona la vida el ser expatriado. Todos los somos, pensé esa noche, antes de apagar la luz, solo que unos más privilegiados que otros.
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