Opinión

La polarización excesiva lo degrada todo

¿Se imaginan a Pedro Sánchez y a Alberto Núñez Feijóo sentados en la primera fila de un acto público, recorriendo la distancia que les separa para ir a encontrarse, medio abrazarse y levantar sus manos unidas provocando una gran ovación del público? Pues eso, que suena a imposible, sucedió el pasado martes pero con otros dos protagonistas: Luis Abinader, actual presidente de República Dominicana, y Leonel Fernández, tres veces presidente del país y de nuevo candidato; y se produjo la escena en presencia del rey Felipe VI y otros mandatarios, durante la clausura del Congreso Mundial del Derecho en Santo Domingo. Quien les invitó a saludarse desde la tribuna, Javier Cremades, que preside la Asociación Mundial de Juristas, comentó a continuación: «Esta escena que acabamos de ver sería impensable en España. Pero también en Francia, Italia o Alemania. O en Estados Unidos». Podría haber seguido enumerando países donde el virus de la polarización política hace estragos y cava trincheras parlamentarias insalvables hasta para cuestiones de Estado.

De vuelta a España, la lectura de la prensa deprime; y no por culpa de los medios, sino de la poca entidad de las batallas políticas y el calibre de las descalificaciones con que se obsequian los líderes en el Congreso de los Diputados y el Senado. Hay asuntos que no dan más de sí y también algún juez empeñado en demostrar delitos que no logra encontrar, pero se dan vueltas y más vueltas. No hay más política que la polarización y no se divisa otro horizonte que no sea la erosión.

La lectura de algunas actas parlamentarias cuando se las compara con los debates de la época republicana por ejemplo, estremece. Y no porque no hubiera entonces refriegas, golpes y contragolpes; pero había rastros de ironía, de buen humor y de ingenio. Acaso el más difundido fue el encontronazo entre Gil Robles al ser increpado por un diputado de izquierda, para ridiculizarlo y desestabilizarlo en su discurso, con estas palabras: «¿Qué se puede esperar de un hombre que usa calzoncillos de seda?». Cuando las risas de la Cámara amainaron, Gil Robles le devolvió el puñal: «No sabía que su esposa era tan indiscreta». Inimaginable esa escena hoy porque el ingenio anda muy escaso en los escaños y porque seguro que hay asociaciones de todo y litigantes que dramatizan cualquier expresión.

Pero sin ir tan atrás en la historia, cada vez que en un acto hablan algunos de los diputados de la primera legislatura, la constituyente, la palabra vuelve a convertirse en ejemplo de sabiduría y arma de construcción de consensos. Viven todavía redactores de la Constitución, como Miquel Roca Junyent y Miguel Herrero de Miñón. Ministros en su día, como Carlos Solchaga, o Manuel Pimentel; o, más recientemente, diputados como Manuel Pizarro, que los periodistas parlamentarios consideraron en su momento, junto a Alfonso Guerra, como el más culto en su legislatura.

De agradecer ahora el esfuerzo de Gabriel Rufián por dejar en el libro de sesiones del Congreso discursos brillantes, muy bien construidos. En una transición de su estilo parlamentario, que en cierto modo recuerda a la de Alfonso Guerra que comenzó de «látigo» del Partido Socialista y terminó intentando componer discursos de estado, Rufián abandonó su corazón «tuitero» y se ha convertido en una especie de emulador del buen parlamentarismo en medio de las refriegas dialécticas habituales. Un respiro entre tanta pobreza intelectual que solo genera insultos y ninguna propuesta interesante.

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