Opinión | Buenos días y buena suerte

Los grandes escenarios nos conquistan

Los grandes escenarios dan muy bien en las televisiones, pero en ellos las cosas suceden a hurtadillas. Mientras el papa saluda a las delegaciones que acuden a su entronización (me gusta poco esta palabra), lo verdaderamente importante espera en la orilla. En alguna sala aledaña. Aunque Trump, en su día, arrimó una silla, como dicen en mi pueblo, para hablar con Zelenski, en gesto más propio de una confesión. Nadie sabe aún quién absolvió a quién.

La misa del papa se compara a la primera misa del cura joven, que solía ser en su pueblo, con gran celebración y buen yantar. Tenía el valor de una boda, cuando menos. La alegría del nuevo ungido no era menor que la de este papa de apariencia tan moderada que apenas esboza una pequeña sonrisa. Y va despachando a los enviados (diplomacia vaticana, toque peruano, imagino) con cierto pragmatismo, que ya se sabe lo mucho que se demoran los embajadores con sus cartas y sus frases laudatorias. Trump no fue, pero Vance empieza a ser un habitual. Aquel rifirrafe suyo con el papa, en las redes, se ha convertido ahora en devoción súbita, al menos como figurante, quizás ensimismado por el tránsito de cardenales y los jardines de alabastro.

Nosotros, en la distancia, contemplamos cómo los hilos de la política se tejen también en suelo vaticano: mientras el papa es proclamado, pasan cosas más terrenales en las grandes naves marmóreas o bajo la sombra de los baldaquinos. Por allí se cruzan mandatarios poderosísimos, aunque sólo en la Tierra, y León XIV lo sabe. En realidad, el encuentro de los líderes fue en el Palazzo Chigi, donde Meloni quiso ganarse afectos y reconocimientos.

América viene a Europa para envolverse en el rito y la inevitable solemnidad del primer papado norteamericano, pero quien oficia como moderadora (como lo oyen) es una tal Meloni, anfitriona unos metros más allá de la casa de San Pedro. Y en torno a ella se arraciman las figuras que han venido a oír cantar misa al papa, pero también a buscar un deshielo en la batalla comercial, que de negocios se habla en todas partes, y, si hubiera lugar, debería hablarse también de los muchos males que aquejan al mundo. El papa cita las guerras y el dolor, pero nadie sabe si eso llega a la política.

Los grandes escenarios nos conquistan, secuestran nuestra mirada. Vemos la ceremonia, pero poco podemos intuir de los hilos rojos que se tejen allá donde no podemos mirar. Pensé lo mismo de Eurovisión, mutatis mutandis, que también llenó el fin de semana de rito y liturgia, aunque a su manera. Un cónclave es indescifrable, pero las votaciones de Eurovisión, permítanme, no le van a la zaga. ¿Qué extraño vuelo o bendición impulsa algunas puntuaciones? ¿Y por qué maldición inextricable otras se desploman sin remedio, hasta llegar al cero absoluto en eso que llaman voto popular?

Eurovisión, que en su día pudo mostrar la modernidad y la diversidad de Europa, y más allá, parece hoy un territorio críptico que nadie comprende, aún cargado de morbo, eso sí, y de imponentes decorados. No tanto, me temo, de buena música. Eurovisión sigue ejerciendo una atracción poderosa en cierto público, es un acto celebratorio y festivo, pero cada vez más impostado e incomprensible. No deja de ser, por otro lado, una batalla entre naciones, donde a menudo se revelaron los afectos y las vecindades por encima de las calidades musicales. Mucha gente lo ve, pero no se sabe bien por qué. Quizás por el suspense, o por las actuaciones bizarras, o por quejarse, ay, de que cantamos como nunca y perdimos como (casi) siempre.

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