Opinión

Corrientes profundas

Por debajo de la política, se mueven corrientes profundas. Una de ellas son las ideas, el sistema de creencias que sustenta la sociedad; otra, la realidad macroeconómica: los números puros y desnudos, las cifras de deuda y déficit, la inflación y los márgenes presupuestarios, la demografía incluso —ya sea favorable o desfavorable— y la posición geográfica —cercana o lejana de las zonas de conflicto—. A ello hay que sumar la revolución tecnológica en marcha que está reconfigurando no sólo la economía, sino también la sociedad.

Mientras Donald Trump se encuentra nuevamente en la Casa Blanca prometiendo una revolución arancelaria que sacuda los cimientos del comercio global, Nouriel Roubini, en un artículo publicado recientemente en Social Europe, nos recuerda que el futuro sigue siendo americano. Roubini sostiene que ni siquiera Trump, con sus decisiones caóticas, es capaz de frenar a largo plazo el crecimiento económico estadounidense. En primer lugar, porque ninguna política presidencial es omnipotente. Existen límites reales al poder del ejecutivo: las necesidades manufactureras y los mercados financieros, la Reserva Federal, la sensatez de los equipos económicos y un Congreso dividido y plural. Pero, sobre todo —insiste Roubini—, hay que tener en cuenta el gran salto productivo que va a significar la llegada de la inteligencia artificial. Un salto competitivo aún más decisivo que el que supuso Internet hace tres décadas.

Como bien saben los autores de ficción, la realidad es paradójica. Por un lado, el populismo resurge en Occidente como respuesta a las fracturas causadas por la globalización y, por otro, las nuevas tecnologías avanzan de forma cada vez más acelerada afianzando un horizonte de prosperidad. América se divide entre quienes temen el futuro y quienes lo construyen. El problema de Europa es que, parapetados a lo largo de este siglo en una supuesta superioridad moral, apenas hemos seguido el relato del crecimiento. Desde la llegada del euro, la economía de la UE se ha estancado, a la vez que ha aumentado la renta per cápita americana. Nuestra pobreza relativa resulta ya claramente cuantificable.

Pero los números son sólo números, mientras que las implicaciones sociales van mucho más allá. Planteemos dos hipótesis en paralelo. Cabe imaginar una economía americana impulsada por la IA que alcance altas tasas de crecimiento. Al mismo tiempo se amplía la brecha de clase: una pequeña élite capturando la mayor parte de los beneficios y una clase media que ve cómo se sustituyen los empleos tradicionales por la robotización y los nuevos softwares. ¿Cómo reaccionarán entonces los millones de votantes estadounidenses cuya opción política se identifica con el proyecto MAGA?

Y, a su vez, la Unión Europea se encuentra atrapada en lo que parece una contradicción de signo opuesto: unas democracias institucionalmente pulcras sometidas a la insoportable presión de la inmigración masiva, a unas economías languidecientes y a la falta de innovación tecnológica. El Viejo Mundo es cada vez más un mundo viejo.

El destino de Occidente tendrá mucho que ver con nuestra capacidad para reconciliar esta revolución tecnológica con unas renovadas políticas sociales. Resistir el cambio es una de las grandes tentaciones de la nostalgia política. En la historia —decía Isaiah Berlin—, no conviene retrasar las agujas del reloj. Canalizar el cambio y aprovechar su impulso nos abriría las puertas del futuro, sin renunciar a los grandes pilares que sostienen la Europa democrática: el contrato social y el parlamentarismo liberal.

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