Opinión | Shikamoo, construir en positivo
Ni menas, ni flujos... Personas
Buenos días, amigos y amigas... ¿Qué tal les va? Por aquí sigue la vida, ya ven, concatenando nuevas jornadas en este ejercicio colectivo de vivir, que no deja de ser la superposición de sobrevivir, por un lado, y de poder incrustar en tal tarea pequeñas perlas de felicidad, sosiego e ilusión. Ojalá todo ello no les sea ajeno y que estos días les hayan traído las más altas cotas de satisfacción. Ese es mi deseo.
De todos modos, muchas veces tal praxis vital nos da de bruces con realidades lacerantes, más duras que cualquier roca y que pueden incluso llegar a hacer que perdamos cualquier atisbo de esperanza. Cuando escribo estas líneas no hace muchas horas que en la Isla del Hierro, en el bello archipiélago canario, se ha escrito otra historia macabra y truculenta de vidas truncadas, esta vez con el agravante de que todo ello sucedió después de una dura travesía de muchas millas y a sólo cinco metros del destino final. El resultado, terrible: al menos siete personas muertas, incluyendo a tres menores, y varias personas hospitalizadas, al volcar un cayuco con unas doscientas almas en el Muelle de La Restinga. Un verdadero horror.
Una realidad dura de asumir, que tiene su origen en las muy diferentes oportunidades y condiciones de vida en los distintos países y comunidades, y que siempre ha empujado a miles y miles de personas a moverse ni por gusto ni por capricho, sino por necesidad. Algo que resulta tragicómico tener que explicar aquí a algunas personas que parecen haber perdido la memoria, en este contexto de amargura, cuando los gallegos somos un pueblo eminentemente migrante. Y es que no hace falta retroceder mucho en el tiempo para recordar las sucesivas oleadas de nuestros ancestros que salieron buscando su Eldorado particular en los paraísos terrenales de aquel entonces, como Centroeuropa, América del Norte o del Sur o incluso lugares mucho más lejanos.
Pero si hay una realidad especialmente dura dentro del fenómeno migratorio y de las penalidades y complicaciones para un movimiento de personas —que no «flujos migratorio»— que realmente necesitamos, y que nos está salvando de morir de inanición demográfica como pueblo, es la relativa a los menores no acompañados. Chavales de escasos años de vida que muchas veces suponen la apuesta de toda su familia por un futuro mejor, con vistas a unas remesas que quizá algún día lleguen a ellos, o a un posible reagrupamiento en el lugar deseado. O, en casos menos favorables, chicos y chicas que o bien no tenían ya a nadie en el momento de partir, o que por los luctuosos acontecimientos del camino se quedan, literalmente, solos. Niños y niñas, muchas veces con manos llenas de callos y grietas en la piel, pero que no dejan de ser seres que hay que proteger y cuidar. No «menas» —menores no acompañados—, ni despersonalizados con cualquier otro eufemismo que apantalle y esconda su condición de personas y de menores de edad. Simplemente niños y niñas.
La inmigración es siempre una bendición, queridos y queridas, y no un problema. Otra cosa es que se gestione mal, claro está, y que puedan surgir complejas dificultades a partir de tal realidad. O que, en el caso de un pequeño porcentaje de quien se acerca a nosotros, no se asuma un mínimo corpus ideológico innegociable por estas latitudes y ligado a los Derechos Humanos, que todo el que llegue y quiera quedarse tendrá que acatar sí o sí porque en Europa ha costado mucho esfuerzo construir tal paradigma. Cuestiones relativas a la dignidad de todas las personas, a la igualdad entre el hombre y la mujer o al respeto absoluto a cualquier tipo de diversidad, que precisamente es lo que promueve el acogimiento como forma de enriquecer nuestra propia sociedad. Pero salvado ese conjunto de mínimos, la persona inmigrante es un tesoro, como cualquier otro ser humano, independientemente de su lugar de nacimiento. Por eso da mucha pena ver cómo se intenta instilar la semilla del odio en nuestra sociedad, muchas veces con intereses espurios y pocos escrúpulos a la hora de excluir y estigmatizar.
El fracaso en términos de pérdida de vidas humanas acaecido en El Hierro no puede dejarnos impasibles. No podemos mirar para otro lado. O utilizarlo como arma política, en una u otra bancada, ante realidades tan duras como la descrita. Es preciso un consenso sólido como país, una lógica que vaya más allá de responder de forma reactiva y circunscrita sólo a una atiborrada esquina del país a una realidad que siempre nos supera, dejando a un lado retóricas que sólo nos empobrecen como seres humanos. Somos, ante todo, un caleidoscopio de pueblos, culturas, sinergias y mucha mezcla a todos los niveles. Y esto, de lo que podemos estar orgullosos, incluye saber entender qué es lo que pasa a nuestro alrededor, qué podemos ofrecer y cómo abordarlo con criterio, previsión, planificación, herramientas y... sin olvidar nunca quiénes son los protagonistas de este fenómeno: personas humanas. Sí, solamente eso y nada más.
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