Opinión

En el fango

Una afiliada del PSOE, reconocida por varios dirigentes del partido, lleva la voz cantante en una reunión en la que ofrece a empresarios sometidos a investigaciones judiciales favores de la fiscalía a cambio de información que sirva para desacreditar a agentes de la Guardia Civil y un fiscal cuya misión consiste en averiguar y perseguir posibles conductas delictivas. Uno de los empresarios hace saber en una entrevista por televisión que pertenece a una asociación de víctimas de las cloacas del estado. Revela que no está registrada para mantener en secreto el nombre de sus miembros, que tiene una veintena de empleados, abogados y otros colaboradores, y asegura que custodia miles de grabaciones. El empresario anuncia que en los próximos días tendremos noticia, con imagen y sonido, de alguna de ellas.

La confabulación que se urde en la reunión queda al descubierto en las voces filtradas a un medio de comunicación y de inmediato se forma el escándalo. Uno más, pero mayor y de la máxima gravedad. Los periódicos indagan, aportan datos y recogen las primeras declaraciones. En la sesión de control del miércoles en el Congreso, el PP sube el tono y habla, en alusión indirecta al presidente del Gobierno y a la dirección del PSOE, de capo de una organización criminal con sede en Sicilia. Con la bancada azul ausente, Yolanda Díaz improvisa un contrataque. Fuera del parlamento, Feijóo resume la situación del país en la alternativa «democracia o mafia» y convoca a una manifestación. Abascal se presenta en una concentración espontánea a las puertas de Moncloa. Los ciudadanos guardan silencio, pero se puede imaginar el estado de ánimo que les provoca todo esto.

No estamos ante una vulgar corruptela. Asistimos al desgarramiento del Estado. Y es posible que haya que sufrirlo con el fin de depurar el juego sucio que se practica en la trastienda del poder, pero lo que ocurre es que parece que nadie defiende las instituciones a las que se está poniendo bajo sospecha. Dada la magnitud del escándalo, y lo que se dirime en el fondo del mismo, cabría esperar una reacción pronta y enérgica del parlamento, el Gobierno, el fiscal general y el PSOE. En circunstancias como esta, de la pasividad solo brotan la intriga y el desconcierto. Cuando la política pierde los modales y los ciudadanos no aciertan a distinguir los buenos de los malos, es necesario poner las cosas en claro. Esta es una responsabilidad compartida, pero quienes desempeñan los cargos más relevantes deben asumirla en primer lugar.

¿Cómo interpretar el silencio del presidente del Gobierno tras hacerse de conocimiento público un intento de chantaje al margen de la ley, en el que una afiliada al partido que dirige implica a instituciones del Estado, dando a entender que están a su servicio? Antes o después, Pedro Sánchez tendrá que pronunciarse, si aspira a ser reconocido como un demócrata y no quiere verse más contaminado de lo que ya está por la actitud hacia el estado español de algunos de sus socios parlamentarios. Aún no es percibida en toda su dimensión, pero se intuye que esta crisis es profunda y no se atisba una solución rápida. Está en sus manos.

Mientras, sectores de la opinión pública animan al PP a presentar una moción de censura. Feijóo la descarta, consciente de que sería rechazada y esa derrota podría frustrar sus expectativas de llegar a la Moncloa por un camino triunfal a través de las urnas. Se presume que un eventual cambio de gobierno, cuandoquiera que se produzca, estará cargado de tensión. Convendría por ello que relevo en el Ejecutivo fuera la consecuencia de un veredicto electoral y no de una moción de censura. Para la democracia española, en su estado actual de zozobra, sería más saludable que la sustitución la decidieran los ciudadanos con sus votos en vez de los partidos con la firma de un pacto. Solo así la política española podría recuperar cierta normalidad. El problema es que, si Pedro Sánchez no las convoca antes, las elecciones se celebrarán dentro de dos años y en ese tiempo el panorama político seguirá con su imparable deterioro.

La política española está metida de lleno en el fango, con las tripas del estado a la vista. Todo estado tiene sus cloacas, pero en uno que sea democrático lo que allí se hace es para proteger al propio estado y sus instituciones, y está sujeto a algún tipo de vigilancia por parte del gobierno y del parlamento. En toda democracia, la Constitución obliga. En España, es urgente saber quién acciona la máquina del fango, aumentar la eficacia de los controles y cobrar conciencia de la importancia de las instituciones, sobre todo si queremos vivir en una buena democracia. En este momento, apena tener que admitirlo, estamos yendo en dirección contraria.

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