Opinión | Las cuentas de la vida
Polonia 2025
El verano pasado, al visitar Varsovia, me encontré con un país en pleno crecimiento. La ciudad bullía de swifties venidos de todos los rincones del mundo. La primera mañana almorzamos en una cafetería francesa que habían abierto unos estudiantes de Erasmus al poco de terminar sus estudios. Unas abejas danzaban en el interior del café, atraídas por las mermeladas de frambuesa y arándanos silvestres; las crêpes y las ensaladas iban acompañadas de una amplia selección de quesos cremosos. Durante diez días, recorrimos el país de arriba abajo en coche y en tren. Me fascinaron las pequeñas aldeas de Galitzia, los cementerios en las montañas, las iglesias de madera —herencia de la Edad Media—, los ríos y los bosques, las imágenes de san Florián en los puentes, la devoción de la gente y sus ansías de prosperidad.
Hay algo desconcertante en el hecho de que el país más dinámico del continente haya sido precisamente aquel que nuestras elites consideraron, hace tres décadas, un exponente del retraso intelectual católico y del autoritarismo eslavo. Por poner un ejemplo, la Polonia que salió destruida del régimen comunista ha triplicado el crecimiento económico obtenido en España desde 1995 hasta nuestros días. En parte por las ayudas económicas de la UE, en parte por un emplazamiento geográfico que le ha permitido convertirse en una extensión de la industria manufacturera alemana. Aunque, sobre todo, porque sus distintos gobiernos han decidido situar el crecimiento económico entre las prioridades de sus agendas. Su éxito nos demuestra el acierto de aquel viejo axioma de Richard Rorty, el filósofo socialdemócrata de referencia en los Estados Unidos: «Mi lema es que si cuidamos la libertad, la verdad se cuidará a sí misma». Al contrario, cuando no se cuida la libertad, tampoco cuidamos la verdad.
Al mirarnos a nosotros mismos desde el este, salen a la luz unas dinámicas que no debemos obviar. Pensé en ello a menudo durante aquellas semanas y sigo haciéndolo ahora, cuando España enfrenta su enésimo estallido de corrupción y Polonia acaba de celebrar la segunda ronda de sus elecciones presidenciales, con la victoria del populista conservador Karol Nawrocki: el modelo que hemos perfeccionado en Occidente ha generado sociedades avanzadas, pero existencialmente exhaustas. Nuestros vecinos del este, en cambio, llevan décadas intentando algo que aquí creíamos imposible: una modernización que no liquide el carácter histórico de la patria.
Lo cual no quiere decir que el modelo polaco no tenga sus sombras. Las tiene y muchas. Su conservadurismo social puede caer en el autoritarismo y su hondo nacionalismo derivar en xenofobia. Creo que ninguna sociedad es inmune a este riesgo. Pero la tensión entre modernidad y tradición ha intentado resolverse en Polonia sin ceder a la tentación de un nuevo inicio.
Contrastémoslo con nuestro pesimismo ilustrado. En España, cada debate político se transforma en un ajuste de cuentas con los fantasmas del pasado. Hemos interiorizado el fallido experimento postnacional. Nuestras elites partidistas —¿podemos llamarlas elites?— gestionan el declive demográfico y la mediocridad institucional apelando a una propaganda cínica, sin esperanza alguna.
Me pregunto si se puede sostener una prosperidad duradera sin una ambición notable. El ejemplo polaco que pude presenciar durante las semanas de aquel verano me hace pensar que no. Las ideas preceden a la economía y las creencias antropológicas a los datos estadísticos. El trabajo bien hecho, las virtudes burguesas, la familia y el orgullo por nuestros padres, la vida compartida: todo eso merecen un respeto. Quizás el resto sea irrelevante.
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