Opinión | Shikamoo, construir en positivo
Una auténtica batalla campal
Podría estar refiriéndome con el título de este artículo, queridas lectoras y queridos lectores, a la masacre que se está llevando a cabo en la franja de Gaza y que nunca nos cansaremos de denunciar. O a la invasión arbitraria de un territorio soberano europeo por otro país, como ocurre en Ucrania, en el que realidad se libra una guerra con fuertes intereses económicos, así como un pulso de terceros que salen indemnes de todo ello. Pero no, amigos y amigas. La guerra a la que me refiero en este artículo es mucho más sibilina y afortunadamente bastante menos cruenta en lo físico, pero que comparte con las anteriores un alto potencial destructivo. Aunque lo que esté en juego en este último caso concreto sea, nada más y nada menos, nuestra democracia, la poca credibilidad que le queda a nuestras instituciones y, a la postre, el futuro y la viabilidad de este país.
Y es que lo que constituye una auténtica batalla campal, desde siempre pero con desarrollos que cada vez van a más, es la estrategia de los principales partidos políticos por, digámoslo de forma poco elegante y hasta quizá vulgar, “pillar cacho”. Nos han demostrado que lo importante no es abordar las necesidades reales de un pueblo en marcha, con problemas y vicisitudes, sino el ganar cuota de poder, atesorar cuanta más fuerza, mejor, y colocar a más de los de cada uno en posiciones de poder y, así, gobernar este cortijo hasta que el cuerpo aguante. Las imposturas, falsedades de todo tipo, episodios de mal gusto y corruptelas por doquier ya no nos sorprenden. Y eso, amigos y amigas, creo que es el peor indicador posible: parece que estemos curados ya de espanto.
En mi caso me he declarado hace tiempo incapaz de conocer la realidad de forma meridiana, clara y objetiva. ¿Por qué? Pues por dos razones. Primero, porque parte de las fuentes están contaminadas, con un notable sesgo a favor o en contra de las partes beligerantes, hasta el punto de que la situación llega a ser diametralmente opuesta según a quién sigas. Y, segundo, porque es tal el conjunto de tramas, escándalos, hechos y precuelas y secuelas de los mismos, que es imposible seguir este culebrón de serie B con cierto rigor. Lo que está claro es que la política y su ejercicio ha sido un fantástico caldo de cultivo para el crecimiento de personas que en muchas ocasiones poco tenían que perder y cuya lógica no ha ido orientada a la satisfacción del bien común, desde sus posiciones ideológicas y postulados de partida, sino a otros intereses mucho menos colectivos y para lo que, en ocasiones, incluso se ha llegado a delinquir. No voy a enumerar aquí la nómina de escándalos de unos y otros, convertidos de forma alternada en garantes del bien y actuantes del mal, porque avergüenza el mero ejercicio de recordarlos.
Así las cosas, el más grave de los regalos que todas estas tramas nos ofrecen es, y creo que no falta ya mucho, el total desprestigio del noble ejercicio de que el pueblo elija a sus representantes. Y esto, queridos y queridas, es grave. Muy grave. Se lo aseguro yo, que muy a menudo tengo que ponerme serio en el ámbito educativo para luchar contra la tendencia de algunos y algunas jóvenes a reivindicar otras formas de organización política y social, de esas que dan miedo con solo mentarlas. Y es que, mientras la falta de orientación a la tarea y a resultados merma la eficacia y eficiencia de todas nuestras instituciones, hay quien se dedica también a reescribir la Historia y a reivindicar oscuros períodos del pasado, incluyendo la dictadura franquista o, aún peor, regímenes totalitarios que abogaban por la “pureza de la raza” y otras tonterías del mismo corte. Tonterías, sí, pero que se han llevado por delante a cientos de miles de seres humanos...
No me fío nada a estas alturas ya de todo lo que se dice y lo que se cuenta en los mentideros de Madrid, con el eco correspondiente en cada capital autonómica. Pero, oigan, lo único que tengo claro es que existe una guerra enconada entre los que gobiernan y los que quieren gobernar a cualquier precio, sin que importe qué se cargan para salirse con la suya. Y, por si esto fuese poco, que existen también guerras fratricidas en uno y el otro bando, cuyo objetivo es aquello tan castizo de “quítate tú para ponerme yo”. Y no es para menos: los líderes de hoy bien pueden sentir bien cerca el aliento de quien quiere arrebatarles su particular cetro, siendo el “fuego amigo” una amenaza para ellos de idéntica o superior envergadura a la verdadera confrontación con sus contrarios. Así las cosas, unos se lanzan a una carrera frenética hacia el abismo dando la llave a la barbarie, y otros no dudan en cambiar sus postulados cada día para adaptarse, de la mejor forma posible, a un ejercicio claro de supervivencia.
He abogado muchas veces en estas páginas por un ejercicio de consenso. De lógica inclusiva en decisiones que, al fin y al cabo, nos afectan a todos y a todas independientemente de a quién votemos o no. Creo que esto no es ya sólo conveniente o necesario, sino imprescindible y urgente. Creo que ya es nítido que nadie tiene toda la razón, y que todos esgrimen argumentos que, pulidos y ensamblados de forma más o menos coherente, nos pueden servir para construir, y no para seguir destruyéndolo todo. Es cuestión de ponerse a ello. Lo demás son seriales, golpes de efecto y pura casquería... Y eso, no...
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