Opinión | Décima avenida
La fontanera y nosotros
Leire Díez, la nueva heroína del teatrillo del bochorno que es la política nacional, niega ser una fontanera del PSOE. Es decir, rechaza la acusación de que trabajaba bajo órdenes del partido en el que militaba hasta esta semana cuando se reunió con abogados y empresarios para ofrecerles tratos de favor con la Fiscalía a cambio de información comprometedora sobre un mando de la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil, a cargo de investigaciones que afectan al Gobierno y a la formación. Afirma Díez que ella es una periodista ejerciendo el periodismo de investigación, que está escribiendo un libro sobre las cloacas del Estado y que va por libre del partido que la nombró en dos cargos públicos de confianza y que, el día en que la suspendieron de militancia, le permitió verse con el número tres, Santos Cerdán.
A pesar de su desmentido, fontanera es la palabra que más se asocia a Díez en las informaciones de la prensa. Este hecho ha llevado a la Confederación Nacional de Asociaciones de Empresas Instaladoras y Mantenedoras de Energía y Fluidos (Conaif) a denunciar que la utilización del término fontanero vinculado a los escándalos de la política desprestigia a los profesionales de la fontanería. Así está hoy la política en España: cualquiera que se relaciona con ella acaba pringado. Todo lo que toca se pringa.
Fontanera, pues, Díez, a pesar de la irritación de los profesionales de lo hidráulico y de que ella no se vea así. Igual lo era, igual no. Lo que parece evidente es que, en caso de que ese fuera su trabajo, no era de las mejores: una condición sine qua non para ejercerlo es permanecer en la sombra. Convendremos en que dejarse grabar, acudir a Ferraz rodeada de periodistas, convocar una rueda de prensa multitudinaria y convertirla en un esperpento no es la definición de la mejor fontanería política. A otros grandes episodios de la política española (Bárcenas, el Bigotes, el despacho de Jorge Fernández Díaz, el misterio de quién era M. Rajoy), Díez aporta su libro, su vocación periodística y esa trifulca con Víctor de Aldama.
Convendremos también en que, fontanera o no, Díez ha colocado al Gobierno de Pedro Sánchez en una posición insostenible. El atronador silencio, la inacción y las gastadas apelaciones a la máquina del fango y a la irresponsabilidad de la oposición no convencen ni a los más convencidos. La idea de que al fango se le responde con más fango está tan enraizada como forma de actuar en la política que si Díez parece una fontanera, actúa como una fontanera y habla como una fontanera, todo el mundo cree que lo era.
A ello contribuye la actitud de este PSOE a la defensiva, con mentalidad de búnker, convencido de ser víctima de una conspiración masiva y abrazado a la idea de que solo sobrevivirá en un entorno de máxima exasperación. El «todo el mundo está contra Pedro Sánchez» se transmuta en un «estamos solos contra todo el mundo». Planteado así el partido, da igual que Díez fuera o no una fontanera en misión oficial de sabotaje: es team Pedro y, como tal, el PSOE debe dar explicaciones, aunque la deje caer. Al no darlas, echa más leña al incendio.
El incendio —y regresamos a los fontaneros indignados que no quieren que se les relacione con la política ni siquiera a través de una metáfora léxica— está incontrolado y arrasa no ya con un partido (hoy el PSOE, ayer el PP), sino con la misma confianza en las instituciones y en el sistema de partidos, esenciales para el juego democrático. ¿Cómo no creer que Díez era una fontanera, con todo lo que la ciudadanía sabe —y se imagina— de cómo funciona el juego político, judicial y mediático? El silencio del Gobierno, lejos de beneficiarle, le perjudica. Pero, sobre todo, erosiona aún más, si cabe, la confianza de la ciudadanía en el sistema político.
Miles de tuits y mensajes de WhatsApp repiten hasta la saciedad una melodía cuya letra es puro ácido democrático: estamos rodeados de podredumbre, todos son iguales, todos actúan igual. Los indignados de hoy ayer estaban a la defensiva; los silenciosos de anteayer vociferaban con indignada superioridad moral. Mientras, las tuberías de nuestro sistema se colapsan y, como ha escrito Josep Martí Blanch, el inodoro nacional rebosa. Y los fontaneros no quieren ni que la política los roce. Porque es fea. Y mancha.
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