Opinión | Verdiales
Fragmentos de vida
La vida es un arco emocional, no cronológico. Aunque pretendemos contarnos nuestra historia de forma lineal, cada vez que nos paramos, lo intentamos, para recordar algo, una fecha, un acontecimiento, un viaje, un encuentro, en la mente aparecen, como fogonazos, imágenes sueltas en un perfecto desorden motivado por sentimientos, sensaciones. Son fragmentos desparramados a lo largo de un tiempo finito que nos empeñamos en estructurar, vana e ilusamente, en un calendario, como si la misma agenda que yo relleno cada día sirviera para contener la existencia, y explicarla.
Puede que esa reflexión, que tanto me ha costado construir, a la que he llegado bien entrada en la cuarentena, sea la razón por la que nunca haya llevado un diario. Me he narrado, lo sigo haciendo, de otro modo, con otra escritura que buscaba, ahora lo sé, volver más real la realidad misma, una aspiración perseguida, creo, por todos los que nos dedicamos a esto. Esa es, al menos, la ficción que a mí me interesa, la que hurga, sin un propósito nocivo, tampoco sanador, en el interior del alma propia para así poder asomarse a todas las demás. Alcanzar lo universal desde lo particular, convertir lo cotidiano, y ordinario, un almuerzo, el cambio de armario, en algo extraordinario, merecedor de ser contado, trascendente.
Llego así, con ese convencimiento, a junio, mi mes doliente, en el que se cumplirán, el día 21, veintiocho años de la muerte de mi madre. Lo hago, además, «cansada de ser valiente», como escribió Anne Sexton en ese poema en el que también se pregunta «¿qué ocurre con los muertos? Yacen sin zapatos en sus barcas de piedra. Son más parecidos a la piedra de lo que lo sería el mar si se detuviera. Rehúsan ser bendecidos, garganta, ojo y nudillo».
Valiente, sí, eso dicen que soy muchos de los que me leen, mis artículos, mis novelas, mis ensayos. Lo creen porque, a veces, me muestro en lo que escribo, me abro, me expongo, me desnudo, verbalizo lo que siento, como si eso fuera meritorio o valeroso. Lo que no saben, quienes así lo consideran, es que yo no me doy cuenta del peligro que supuestamente corro, de esa valentía que ellos perciben en mi literatura. La escritura es un acto profundamente misterioso e inconsciente, y las palabras, la distancia a la que te sitúan de tu relato, son el escudo que posibilita el embrujo y evita el daño.
Pero es junio, decía, y estoy cansada de ser valiente o, mejor, de escuchar que lo soy. No es valiente quien se protege de sí misma, quien así ha tenido que hacerlo para aprender a disfrutar del hecho de vivir, incluso en junio, también en junio. Por eso, estoy decidida a que este mes, en ese calendario ficticio en el que encajonamos a la vida, la acartonamos, deje de dolerme.
En los próximos días, al abrir el álbum de fotos que es la memoria, en vez de ir a las páginas de la enfermedad y la pérdida, me detendré en James Salter, celebraré su centenario evocando nuestro encuentro en su casa de Bridgehampton en diciembre de 2013, la charla que mantuvimos, y volveré a leerle: «No hay una vida completa. Hay solo fragmentos. Hemos nacido para no tener nada, para que todo se nos escurra entre los dedos». Y disfrutaré de esas «horas en las que uno literalmente bebe vida».
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