Opinión | Crónicas galantes
El aburguesamiento de los pobres
Los lectores más veteranos o directamente viejos recordarán la hucha en forma de cabeza de chinito con la que en España se pedían donativos para los pobres de la Tierra. Aquella tradicional cuestación del Domingo Mundial de las Misiones —o Domund —ha ido perdiendo popularidad a medida que los misioneros fueron sustituidos por hombres de negocios.
Ahora son los chinos quienes fabrican las huchas del Domund, la ropa, los coches, los telefonillos móviles y más de la mitad de todo lo que se consume en el mundo. Además de eso, abren bancos, compran empresas en Occidente y hasta se dan el lujo de ser uno de los mayores poseedores de la inmensa deuda pública de Estados Unidos.
El caso de China y otros países demostró que, cuando se trata de reducir la pobreza, el comercio es mucho más eficiente que la caridad, por bienintencionada que esta sea.
Prueba de ello es que la clase media no para de crecer en el mundo, gracias al enorme impulso de China e India. El número de los que abandonaron la pobreza para ingresar en la pequeña burguesía pasó de 2.000 millones a 3.600 millones en apenas dos decenios, según los cálculos de la OCDE. Y para el año 2030 —pasado mañana, como quien dice— la cifra subirá hasta los 4.800 millones de personas, si hemos de dar crédito a una muy reciente previsión de la Comisión Europea.
También es verdad que el concepto de clase media varía según la fórmula que se aplique: y difiere de un país a otro. Un método algo chusco definiría esta franja como la que engloba a quienes no son ricos ni pobres, sino todo lo contrario. Otra, algo más precisa, situaría como miembros de esta clase a quienes obtienen ingresos netos suficientes para pagarse una educación, adquirir ciertos bienes duraderos y dedicar una parte de su presupuesto al ocio.
De ser cierta, la noticia de su crecimiento resultaría excelente: y no solo para los chinos, indios y vietnamitas. La clase media es el mayor factor de estabilización en cualquier país, como bien sabemos por experiencia en España, sin ir más lejos. A medida que aumente su número crecerá también, por lógica, el de consumidores y la buena marcha de la economía mundial. Si además baja la cifra de pobres como secuela de todo ello, poco más se puede pedir.
Llama la atención, si acaso, que el principal impulsor de esta tendencia haya sido la antigua China de Mao tras su conversión a la fe de Adam Smith, apóstol del libre mercado.
Parece contradictorio que un régimen de filiación marxista favorezca la creación de clases medias, pero quizá no lo sea tanto. A fin de cuentas, el propio Marx no detestaba del todo a la pequeña burguesía —o clase media/baja— que está naciendo en la República Popular y otras naciones del todavía Tercer Mundo. Atacaba más bien a la burguesía propiamente dicha, como dueña de los medios de producción.
Los chinos, pueblo sabio a fuerza de viejo, han sabido combinar la doctrina de Marx con la de Confucio y la de Smith sin siquiera despeinarse. Y al final, hasta el chinito del Domund lleva ya la marca Made in China.
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