Opinión | Pedro Feal

A Coruña

‘Sirat’: en busca del paraíso perdido

La película Sirat, de Oliver Laxe, no deja indiferente a nadie: o se la ama o se la odia, pero no es «una más» y no se deja consumir sin consecuencias. Oliver, antiguo alumno mío, acierta al poetizar el abismo que refleja la crisis en la que estamos, una profunda zanja existencial en la que corremos el riesgo de despeñarnos individual y colectivamente. Con el trasfondo de una guerra mundial, o más bien universal, en la cinta los personajes buscan una salida que semeja imposible. Es cine cruel, como se ha dicho, pero propio de una realidad cruel. Pues la tragedia de esta ficción cinematográfica expresa el horror que podemos observar cada día, impotentes, frente al televisor, y que otros menos felices tienen que soportar en su propia carne. No hay más concesión al espectador que el impacto sensitivo de la música y la enigmática belleza del desierto, sobre la que se perfila la grandeza y la miseria del género humano.

La genialidad de Laxe, sin embargo, consiste en que la suya es —en términos de Umberto Eco— una «opera aperta», una obra ambigua que se abre a la interpretación. El sentido permanece latente en las imágenes y en los sentimientos que producen; no hay «discurso» explícito en el que se verbalice o explique internamente el significado del filme. Ni siquiera un argumento claro, con principio, nudo y desenlace. Más bien las escenas se suceden con un ritmo y una lógica —si cabe llamarla así— rupturista, subjetiva y emocional, dirigida al corazón y no tanto a la razón del espectador. Y es a ese corazón al que compete comprender y, sobre todo, compadecer lo que ante su mirada transcurre.

Por mi parte, en una hermeneútica libre (consciente de que es solo una más entre las posibles), me atrevo a interpretar Sirat con ayuda de las metáforas de Nietzsche en el pasaje Las tres transformaciones del espíritu, de Así hablaba Zaratustra, objeto a su vez ellas mismas de interpretación. En el texto nietzscheano se describe cómo el camello que simboliza al ser humano cargado de preceptos morales se dirige al desierto de los valores, donde arroja su pesada carga y se transforma en león que representa la voluntad nihilista de decir «no» al «tú debes» del gran dragón (¿Kant?); y que, cuando lo supera, se transforma a su vez en niño que juega inocente con el devenir diciendo «sí» a la vida tal cual es. En el fondo, acaso, una imagen poética del paraíso perdido de la infancia y de la desesperada marcha del adulto en pos de su recuperación.

En la película, la figura del camello, el humano comprometido con la moral y la sociedad, la veo reflejada en el padre de familia (encarnado por Sergi López) que va al desierto (literal) con su hijo pequeño buscando a su hija mayor perdida. Los raveros entre los que la busca, especialmente los que se escapan del control del ejército y a los que se une el padre, dejando atrás su condición de ciudadano medio, normal y legal, pueden asimilarse al león que se niega a obedecer. Pero la historia cambia al final: el niño, que bien podía estar simbolizado por el hijo, representando la superación del nihilismo por la afirmación de la vida, no podrá asumir este papel. Tras la desolación quedará únicamente la adhesión al viaje por raíles fijos de una multitud de desheredados de los que no sabemos si se dirigen a una meta trascendente o tan solo tratan de sobrevivir.

Pero Laxe, como queda dicho, no quiere racionalizar el mensaje y dárselo masticado al espectador sino provocar en él un alud de sensaciones y emociones, algunas impactantes o sublimes y otras aterradoras, para obligarlo a reaccionar, «épater le bourgeois» como se decía en 1968. Y hacerle saltar —en algunos casos, literalmente— de su asiento y su zona de confort. Para ello muestra el lado más duro de la existencia en el marco de un palsaje desoladoramente bello. Donde, como cantó Rilke, la belleza es solo el comienzo de lo terrible que aún podemos soportar. Pero ésta es precisamente según el poeta en su Elegía del Duino, la cualidad —tal vez incluso la misión— del ángel, al fin y al cabo mensajero (ángelos) de lo divino, que Oliver Laxe con esta película parece haber querido emular.

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